Cuando Adorno y
Horkheimer acuñaron el término industria
cultural poco podían sospechar que, prácticamente un siglo después, sería
una expresión que se usa con una connotación diametralmente opuesta a la que
pretendían. Recordando aquellas críticas de la Escuela de Frankfurt, al margen
de que se compartan o no, es inevitable reconocer, al menos de entrada, que el
ámbito de la gestión cultural genera ciertas tensiones. Nominalmente puede
parecer confuso, sus contenidos son extraordinariamente transversales y su
ámbito genera un variopinto conjunto de valores, entre los que se entrecruzan tanto el
mantenimiento del orden como la irrupción del cambio. Las artes, el patrimonio,
el turismo, los museos, las bibliotecas o las empresas de creación, son
espacios con valores identitarios, sociales, históricos, espirituales,
religiosos, simbólicos o estéticos, que es necesario armonizar. Así pues, en
las políticas culturales parecen imprescindibles consensos públicos, cuya
gestión es obviamente un objetivo político. Por tanto la gestión cultural tiene
una marcada relevancia política. También, o quizá sobre todo, en el ámbito del municipalismo. La
falta de innovación, los contenidos repetitivos, los usos y costumbres rutinarios
o, pudiera ser, la depuración y caída en desgracia de esos referentes orgánicos imprescindibles hasta el
momento en que dejan de ser útiles, conducen
inexorablemente al agotamiento de un modelo y a la ineludible modificación de
esas políticas.
La necesidad de
cualquier transformación política implica, en cierta medida, el reconocimiento
tácito de la existencia de una revolución pendiente. Llevado al espacio de lo
cultural esa alteración del orden establecido radicaría en reconciliar a la Cultura
con el Hacer Social. Algo parecido a
lo que concluye Samir Amin cuando señala que “en el comunismo lo cultural debe sustituir a lo económico como fuente
de valor y significación”. O dicho en expresión de Paulo Freire, “quitarle al patrimonio cultural el supuesto bancario”. Significaría
utilizar el potencial creador, interpelador, expresivo y polémico de la Cultura
para desarrollar su capacidad de resignificar la vida y los espacios
cotidianos; y hasta las Instituciones. Hablaríamos, en definitiva, de inferir la
Cultura como la constante construcción de un movimiento, de una diferencia, de
un sentido que, sin la imposición de esencias elitistas ni la exigencia de identidades perpetuas, induzca a
identificaciones destinadas a movilizar expresiones, conciencias, actividades,
deseos de lucha. Hablaríamos de todo lo que suponga la recuperación de espacios de vida comunitarios que sean la representación del aspecto cultural de una sociedad.
Necesitamos una nueva
aproximación, una nueva mirada a los objetivos para volver a plantear una
política cultural que pueda desempeñar ese papel determinante en el avance
social. Esta nueva mirada exige evitar una visión acrítica y complaciente del
pasado, en el que se han producido desajustes. La realidad del siglo XXI exige
que repensemos el papel que la Cultura debe desempeñar en el proyecto
político, porque en este sentido es una buena metáfora del propio modelo de municipio que queremos construir. La Cultura es al tiempo escenario
y motor de los cambios. Las transformaciones y todo lo que en el mundo ha
evolucionado tienen en la Cultura una especial incidencia, también en la cercanía de lo cotidiano de nuestro municipio, tanto en cómo se produce cuanto en cómo se disfruta. La
globalización, la evolución de la digitalización tecnológica, el aumento del
nivel educativo, han supuesto un elemento transformador enorme en la Cultura en
todas sus facetas. No podemos, no debemos, continuar planificando o proyectando
de espaldas a esa realidad, ni sumirnos en constantes cambios de criterio atendiendo exclusivamente a principios economicistas orientados por
la dirección hacia la que sople el viento de moda.
La singularidad conceptual de la Cultura debe naturalizarse
como movimiento en diálogo desde la diferencia y no pretender asentarla en una especie de
unción platónica, desvirtuada desde su origen por exigencias arbitrarias. Sólo así podremos
recuperar formas de expresión y procesos que supongan estrategias de
resistencia y diferenciación respecto a la lógica imperante hasta el momento.
Se trata, en definitiva, de proyectar sobre la Cultura una noción de Patrimonio que permita recuperar una práctica de renovación frente al efecto nocivo del absolutismo ideológico. De reconquistar la praxis del poder y el contrapoder como expresión de una forma de entender las políticas culturales y de manifestar su aplicación en la práctica. Dentro de la coyuntura que se vislumbra en el horizonte en Castrillón aún estamos a tiempo de avanzar hacia estos planteamientos en el ámbito de la Cultura y el Patrimonio, pero hay que ponerse a ello.
Se trata, en definitiva, de proyectar sobre la Cultura una noción de Patrimonio que permita recuperar una práctica de renovación frente al efecto nocivo del absolutismo ideológico. De reconquistar la praxis del poder y el contrapoder como expresión de una forma de entender las políticas culturales y de manifestar su aplicación en la práctica. Dentro de la coyuntura que se vislumbra en el horizonte en Castrillón aún estamos a tiempo de avanzar hacia estos planteamientos en el ámbito de la Cultura y el Patrimonio, pero hay que ponerse a ello.