miércoles, 5 de febrero de 2020

LA CULTURA EN EL DESARROLLO DE UN PROYECTO POLÍTICO


Cuando Adorno y Horkheimer acuñaron el término industria cultural poco podían sospechar que, prácticamente un siglo después, sería una expresión que se usa con una connotación diametralmente opuesta a la que pretendían. Recordando aquellas críticas de la Escuela de Frankfurt, al margen de que se compartan o no, es inevitable reconocer, al menos de entrada, que el ámbito de la gestión cultural genera ciertas tensiones. Nominalmente puede parecer confuso, sus contenidos son extraordinariamente transversales y su ámbito genera un variopinto conjunto de valores, entre los que se entrecruzan tanto el mantenimiento del orden como la irrupción del cambio. Las artes, el patrimonio, el turismo, los museos, las bibliotecas o las empresas de creación, son espacios con valores identitarios, sociales, históricos, espirituales, religiosos, simbólicos o estéticos, que es necesario armonizar. Así pues, en las políticas culturales parecen imprescindibles consensos públicos, cuya gestión es obviamente un objetivo político. Por tanto la gestión cultural tiene una marcada relevancia política. También, o quizá sobre todo, en el ámbito del municipalismo. La falta de innovación, los contenidos repetitivos, los usos y costumbres rutinarios o, pudiera ser, la depuración y caída en desgracia de esos referentes orgánicos imprescindibles hasta el momento en que dejan de ser útiles, conducen inexorablemente al agotamiento de un modelo y a la ineludible modificación de esas políticas.  
La necesidad de cualquier transformación política implica, en cierta medida, el reconocimiento tácito de la existencia de una revolución pendiente. Llevado al espacio de lo cultural esa alteración del orden establecido radicaría en reconciliar a la Cultura con el Hacer Social. Algo parecido a lo que concluye Samir Amin cuando señala que “en el comunismo lo cultural debe sustituir a lo económico como fuente de valor y significación”. O dicho en expresión de  Paulo Freire, “quitarle al patrimonio cultural el supuesto bancario”. Significaría utilizar el potencial creador, interpelador, expresivo y polémico de la Cultura para desarrollar su capacidad de resignificar la vida y los espacios cotidianos; y hasta las Instituciones. Hablaríamos, en definitiva, de inferir la Cultura como la constante construcción de un movimiento, de una diferencia, de un sentido que, sin la imposición de esencias elitistas ni la exigencia de identidades perpetuas, induzca a identificaciones destinadas a movilizar expresiones, conciencias, actividades, deseos de lucha. Hablaríamos de todo lo que suponga la recuperación de espacios de vida comunitarios que sean la representación del aspecto cultural de una sociedad.
Necesitamos una nueva aproximación, una nueva mirada a los objetivos para volver a plantear una política cultural que pueda desempeñar ese papel determinante en el avance social. Esta nueva mirada exige evitar una visión acrítica y complaciente del pasado, en el que se han producido desajustes. La realidad del siglo XXI exige que repensemos el papel que la Cultura debe desempeñar en el proyecto político, porque en este sentido es una buena metáfora del propio modelo de municipio que queremos construir. La Cultura es al tiempo escenario y motor de los cambios. Las transformaciones y todo lo que en el mundo ha evolucionado tienen en la Cultura una especial incidencia, también en la cercanía de lo cotidiano de nuestro municipio, tanto en cómo se produce cuanto en cómo se disfruta. La globalización, la evolución de la digitalización tecnológica, el aumento del nivel educativo, han supuesto un elemento transformador enorme en la Cultura en todas sus facetas. No podemos, no debemos, continuar planificando o proyectando de espaldas a esa realidad, ni sumirnos en constantes cambios de criterio atendiendo exclusivamente a principios economicistas orientados por la dirección hacia la que sople el viento de moda.
La singularidad conceptual de la Cultura debe naturalizarse como movimiento en diálogo desde la diferencia y no pretender asentarla en una especie de unción platónica, desvirtuada desde su origen por exigencias arbitrarias. Sólo así podremos recuperar formas de expresión y procesos que supongan estrategias de resistencia y diferenciación respecto a la lógica imperante hasta el momento. 
Se trata, en definitiva, de proyectar sobre la Cultura una noción de Patrimonio que permita recuperar una práctica de renovación frente al efecto nocivo del absolutismo ideológico. De reconquistar la praxis del poder y el contrapoder como expresión de una forma de entender las políticas culturales y de manifestar su aplicación en la práctica. Dentro de  la coyuntura que se vislumbra en el horizonte en Castrillón aún estamos a tiempo de avanzar hacia estos planteamientos en el ámbito de la Cultura y el Patrimonio, pero hay que ponerse a ello.