lunes, 30 de marzo de 2015

EXPULSAR A LOS MERCADERES

Lo que ha venido denominándose primavera de la Iglesia tras la elección como Papa del cardenal Bergoglio, sólo ha conseguido personificarse a lo largo de estos dos años de pontificado en el estilo y la imagen de Francisco, pero no ha germinado más allá de los brotes verdes que suponen sus gestos de cercanía y sencillez. Y no lo ha hecho porque en líneas generales, tanto dentro de la Iglesia como fuera de ella, es mayor la empatía con su persona que con la institución que representa. El alto grado de simbolismo de sus gestos y su proximidad sincera a realidades que empobrecen a las personas y atentan contra su dignidad, han convertido a Francisco en un líder mundial de referencia. Su claro objetivo de reformar la estructura interna de la iglesia en todos los ámbitos y el cambio de foco doctrinal con una orientación pastoral más cercana al evangelio que a la ley, le han granjeado una fuerte oposición por parte de estructuras de poder curial y de no pocos sectores episcopales.
Durante el largo pontificado de Juan Pablo II se desarrolló todo un corpus de interpretación doctrinaria, que se erigió en la salvaguarda de la pureza espiritual y terrenal de la Iglesia y estigmatizó toda referencia práctica al Concilio Vaticano II, al que pasó a considerarse una especie de enemigo interior que ponía en peligro la existencia propia de la Iglesia por su aggiornamiento con el conjunto de la sociedad. En una salida adelante, sin solución de continuidad frente a las pautas reformadoras del Papa actual, hay sectores dentro de la propia Iglesia que ven en Francisco una especie de Mefistófeles que viene a rematar la obra que, según ese integrismo doctrinario, el Concilio Vaticano II no logró.
Analizando la dialéctica reformadora de estos dos años de papado, no pocas veces me ha venido al pensamiento el pasaje evangélico en que  Jesús expulsa a los mercaderes del templo. Lejos de ser una incitación a la violencia creo que es un momento humano de quien profundiza en aspectos éticos y sociales de su época y de quién, sobre todo, cuestiona de forma radical las tradiciones, el magisterio y las instituciones de su tiempo. Ese gesto de Jesús de expulsar a los mercaderes del templo es un acto de celo reformador, que llega a la raíz misma de donde brotan los abusos. Expulsa a vendedores y compradores no para mejorar el comercio impidiendo un enriquecimiento ilícito de los vendedores, sino para dar fin al modelo de recurrir a los sacrificios para agradar a su Dios. No vuelca las mesas de los cambistas de moneda por la existencia de una mala administración, sino para corregir el uso fundamental del templo.

Siempre en busca de canonjías más materiales que espirituales, los modernos mercaderes pueden ocupar sedes curiales, episcopales o atalayas doctrinarias bien pensantes, pero también los bancos de las misas dominicales sólo preocupados de sí mismos.  Por eso, en el cambio de rumbo que se vislumbra hay un camino aún muy largo por recorrer y es tarea de todos los creyentes cristianos superar esa concepción utilitarista de la Iglesia como expendedora de sacramentos, certificados e idoneidades varias, para alcanzar la auténtica nueva primavera que nos ayude a construir un mundo mejor.

domingo, 8 de marzo de 2015

LAS MUJERES Y LAS RELIGIONES

Decir que las religiones nunca se han llevado bien con las mujeres no es ninguna novedad, pero no está de más recordarlo porque en esa lucha constante e imparable por establecer un digno papel para la mujer en el protagonismo histórico, en el de las religiones en especial, las mujeres siempre han sido las grandes perdedoras. El imaginario religioso de clérigos, imanes, rabinos, lamas, gurús, pastores, maestros espirituales sobre la mujer se ha elaborado a partir de la consideración como válidos en todo tiempo y lugar de libros sagrados escritos en lenguaje patriarcal y mentalidad ciertamente misógina. Subir al altar, dirigir la oración comunitaria en la mezquita o presidir el servicio religioso en las sinagogas son parte de una realidad en la que sólo los varones pueden acceder al ámbito sagrado, por lo que se sienten legitimados divinamente para imponer su cosmovisión.
Particularmente la iglesia católica incurre en dos falacias en lo que se refiere al papel de la mujer. Una es sostener la orientación innata de las mujeres hacia la religión, resaltando para ello que las mujeres son las mejores transmisoras de la fe y las enseñanzas religiosas en la familia. La otra es la aseveración de que Jesús no eligió entre los apóstoles a ninguna mujer. Lo primero es un estereotipo que nace del olvido de que tradicionalmente a las mujeres es a quienes más se ha inducido hacia una determinada educación y aprendizaje, inoculándoles un sentimiento religioso que no hacía más que reproducir la organización patriarcal y androcéntrica de su religión. Lo segundo nace del temor de la jerarquía, como si cualquier mujer que defiende sus derechos dentro de la iglesia estuviese reclamando la ordenación. Y no se trata de eso, sino de que el evangelio empuja de abajo a arriba dentro de una comunidad circular en la que sólo hay, sólo debería haber, hermanos y hermanas sin necesidad de reclamar sus derechos. De todas formas, utilizar a Jesús para cerrar el paso a la ordenación sacerdotal de las mujeres entra en flagrante contradicción con lo que hacen otras iglesias cristianas ordenando a mujeres y reconociéndoles funciones sacerdotales y episcopales. Sólo una hermenéutica de los textos bíblicos en clave de género nos proporcionará la auténtica dimensión del cristianismo como liberador del ser humano e igualitario entre hombres y mujeres, porque la singularidad de Jesús sobre las mujeres es la falta de singularidad. No buscó un lugar especial para ellas, sino el mismo lugar para toda la humanidad.

Pese al mensaje igualitario y solidario del Evangelio, en el siglo XIX la iglesia perdió a la clase obrera por colocarse del lado de quienes les explotaban y condenar las revoluciones sociales, en el siglo XX perdió a los jóvenes y los intelectuales por sus posiciones integristas alejadas de los climas de modernidad y, si continuamos por esta senda patriarcal, en el siglo XXI perderá a las mujeres. Cambiar esquemas siempre es algo difícil y complicado, pero es un imperativo ético de toda la sociedad plantearse cambios que rompan los atávicos esquemas de un machismo ancestral.