lunes, 15 de diciembre de 2025

SOMBRAS Y ESPERANZA DE UNA MILITANCIA HERIDA

La actualidad nos ha devuelto un espejo incómodo: el de una militancia socialista golpeada por la decepción, pero que sigue en pie. Cuando la casa socialista cruje, el ruido no se queda dentro: se oye en la calle, en las instituciones y en un país que no puede permitirse más desencanto. Entre las sombras recientes y la firmeza moral de la mayoría militante, late la esperanza de un socialismo que merece más que sus tropiezos y que reclama, con dignidad y coherencia, volver a estar a la altura de sus propios valores.

Hay días que amanecen con noticias que posibilitan flamear el viejo orgullo socialista como una bandera recién planchada, roja y limpia, casi ontológica. Y hay otros en que la militancia, la histórica y la más reciente, la de viejas cicatrices y la de pocos o ningún rasguño, en definitiva, toda esa militancia de convicciones, siente que el techo del partido le chorrea encima una humedad agria, una mezcla de decepción, cansancio y vergüenza que no debería tener cabida en una casa fundada para redimir precisamente lo contrario: la injusticia.

La realidad nos ha golpeado como un portazo mal dado en el cuarto oscuro del socialismo: investigaciones judiciales en torno a prácticas irregulares que nadie debería haber siquiera imaginado en nuestra casa, y denuncias de acoso que ponen la piel fría porque no se trata de una batalla política, sino de una herida en los principios más elementales de la igualdad. No hace falta entrar en detalles. Ya llevan días revolcándose en todos los telediarios, dando carnaza a las tertulias de chigre, radio y televisión, y proporcionando material inflamable a quienes disfrutan viendo tambalearse al proyecto socialista, porque cuando el socialismo se tambalea por sus propias sombras, no solo sufre un partido: se resiente también la confianza democrática de un país entero.

Sin embargo, los golpes más duros no vienen de fuera. Vienen de dentro. De la conciencia, ese espejo incómodo donde se miraban los viejos maestros del movimiento obrero, el mismo del que hoy, a veces, cuesta no apartar la vista.

Pablo Iglesias —el nuestro, el fundador, el tipógrafo combativo, no el de las modernidades televisadas— advirtió hace más de un siglo que “la moral socialista exige la mayor rectitud en los actos públicos y privados”. No era poesía; era doctrina. Hoy esa frase pesa como plomo. Porque si algo hemos defendido siempre es que la limpieza ética no es un adorno, sino la argamasa misma del proyecto.

Y Julián Besteiro, ese hombre de una honradez casi dolorosa, ya nos avisó de que “la política sin ética es la ruina de los pueblos”. ¿Cómo no estremecerse al ver nuestra propia casa rozar esos bordes donde empieza la ruina moral? Besteiro nos enseñó que la honestidad no es compatible con la sumisión al aparato cuando éste yerra, y que la disciplina no es un silencio temeroso, sino una responsabilidad militante.

Indalecio Prieto, que vivió el socialismo como una fe sin clericalismos, escribió que “no hay causa más triste que la de un socialista que olvida la vergüenza”. Pues bien, en la coyuntura actual creo que es imprescindible intentar no olvidarla.

El feminismo como bandera pese a las sombras

Pero si la corrupción es un cáncer, las denuncias de acoso son un espejo roto que refleja una realidad que hiere doblemente. Hiere a las mujeres que lo sufren y hiere la lucha de décadas para que la igualdad no sea solo un eslogan para días señalados.

Clara Campoamor —a quien algunos intentan reducir a una anécdota parlamentaria— decía que “la libertad se aprende ejerciéndola, la igualdad se aprende defendiéndola” Defenderla, seguir defendiendo la igualdad, también supone mirar hacia dentro para preguntarnos por qué algunas denuncias solo encontraron eco cuando ya eran estruendo.

Federica Montseny, más cerca del anarquismo que del socialismo, pero igualmente incansable luchadora por la justicia social, decía que “no se puede construir un mundo más humano con métodos inhumanos”. Eso incluye, desde luego, frenar la más mínima sombra de abuso, venga de donde venga, sin escudos de siglas ni camarillas internas.

No basta con protocolos. No basta con comunicados de laboratorio. Hace falta verdad, valentía y ejemplaridad, tres palabras que pertenecen al viejo manual de la militancia que, en según qué tiempos, apenas se hojea.

Una militancia ante el espejo

Creo que, al igual que yo, hay una militancia que se siente herida. Herida, pero no vencida. Y desde esa herida, antes incluso de la reflexión, es necesario dejar escrito, con tinta amarga pero honesta, que lo que está saliendo a la luz merece una repulsa frontal, sin matices, sin paños calientes, sin ninguna suavidad institucional que pudiera pretender maquillar lo que no tiene arreglo. No hablo de errores humanos, ni de torpezas administrativas; hablo de comportamientos que violentan los principios más básicos del socialismo, que pisotean décadas de lucha por la igualdad y que nos arrojan, de golpe, al fango moral que siempre prometimos combatir. Rechazo estos hechos de forma absoluta, como militante que no concibe el partido como un escudo para la impunidad y como socialista que sabe que la dignidad de las personas está por encima de cualquier sigla. Si alguien cree que estas miserias pueden relativizarse, esconderse o amortiguarse, que sepa que está más lejos del socialismo que cualquier adversario político.

Precisamente porque seguimos creyendo en este proyecto, representándolo en las instituciones, desempeñando responsabilidades orgánicas, desde la sencilla militancia o desde la mera simpatía y cercanía con sus principios, sentimos la obligación de indignarnos, la responsabilidad de no conformarnos, de no tragar con explicaciones tibias ni con una trivial liturgia de las responsabilidades. Si algo heredamos de quienes nos antecedieron es la convicción de que un socialista o una socialista jamás bajan la cabeza ante la injusticia, ni siquiera ante la que nace en su propia casa.

La esperanza como disciplina moral

Las grietas en la casa socialista no son solo un problema interno: dejan pasar el frío a un país que necesita certezas, derechos y rumbo. Las sombras no pueden anclarnos en la penumbra. No debemos permitir que eso ocurra porque sería una traición a la propia naturaleza del socialismo, que tanta esperanza supuso para millones de personas a lo largo de sus más de 145 años de existencia. Dijo nuestro fundador Pablo Iglesias que “el socialismo no promete paraísos; promete lucha”. A esa lucha debemos seguir agarrándonos para continuar generando esperanza. La decepción es grande, sin duda. Pero la causa es más grande aún.

El proyecto progresista que representa el PSOE que ha traído derechos, libertades y dignidad a varias generaciones no puede quedar a merced de quienes olvidan los principios, ni de quienes creen que el partido es un trampolín personal, una red clientelar o un salón privado. El socialismo no nació para venerar nombres propios. Nació para defender valores. Y esos valores —igualdad, justicia, dignidad, solidaridad— siguen intactos cuando quienes los representan fallan.

La militancia herida sigue aquí. Y de pie. Herida, pero de pie. Sabiendo, además, que, como dijo Besteiro, “la moral es la fuerza invencible de las grandes ideas”. Ese es el socialismo que quiero seguir defendiendo. No el de los titulares tóxicos. No el de los oportunistas. No el de los silencios cobardes. Sino el de la gente que todavía cree —creemos— que la justicia social no es un eslogan sino una forma de vida. Lo que ocurre en esta casa no es un asunto doméstico: afecta al pulso democrático del país y a la credibilidad de la política como herramienta de transformación.

Pero defender ese socialismo —el real, el de carne y contradicciones, el que no cabe en los slogans— exige también mirar hacia el futuro con un pulso político firme, sin dejar que los escándalos nos roben la agenda de lo importante. Porque el socialismo no se reduce a resistir, sino a proponer, a levantar país, a tejer mayorías donde otros solo ven trincheras. No debemos olvidar ni debemos dejar de poner en valor que fue con el PSOE con el que se alcanzaron las grandes conquistas de esta España moderna: la sanidad pública universal, las jubilaciones dignas, la educación como ascensor social, los derechos civiles, la igualdad entre hombres y mujeres, la integración europea, la convivencia democrática.

Todo esto —lo que de verdad transforma vidas— no puede quedar enterrado bajo la mugre moral de unos pocos. La política socialista no es una alfombra bajo la que esconder vergüenzas, sino un proyecto nacional de justicia, una arquitectura de derechos que hay que defender incluso cuando la estructura interna cruje.

Y ya que hablamos de responsabilidades, conviene mirar también hacia dentro sin pestañear. Porque en esta casa herida empieza a oler, en algunos rincones, a ajuste de cuentas disfrazado de regeneración, a cuchillo afilado con sonrisa de asamblea. Tan nocivo es tapar las grietas con consignas como aprovechar el derrumbe para salir a cazar cabezas mayores, disparando como quien aprovecha la tormenta para saldar viejos rencores. No es tiempo de cerrar filas con los ojos vendados, pero tampoco de abrir fuego amigo con munición gruesa. Confundir la depuración ética con la vendetta personal es otra forma —más cínica, quizá— de traicionar al socialismo. Porque quien hoy utiliza el dolor colectivo como palanca para debilitar al liderazgo elegido no está pensando en el proyecto ni en la militancia, sino en su propia biografía mal digerida. La crítica honesta fortalece; la deslealtad oportunista solo deja escombros.

Es el momento de hacer política de la buena: esa que no recula ante los gritos ni se amedrenta ante los retrocesos culturales; la que reivindica un Estado social fuerte cuando otros lo quieren reducir a souvenir; la que sabe que la igualdad no se mantiene sola, sino que se cultiva, se financia, se legisla y se protege; la que sigue construyendo para las mayorías, aunque a veces las minorías gritonas parezcan secuestrar el debate público.

Porque, al final, el socialismo en el que creo no es una reliquia sentimental, sino una tarea política, un programa vivo que exige rigor moral, sí, pero también audacia estratégica. España está llena de desafíos —la desigualdad que cambia de piel, la vivienda imposible, la precariedad que no se jubila, el machismo que siempre encuentra nuevas máscaras, la digitalización que deja gente atrás, el territorio que sangra abandono—, y un socialismo decente no se permite el lujo de quedarse en la melancolía.

Ese es el compromiso: sanear la casa para que el país no pague las goteras, recuperar la credibilidad para seguir ampliando derechos, y recordar que un proyecto de izquierdas se sostiene tanto por sus principios como por su capacidad para mejorar el día a día de la gente.

Mientras quede una sola alma socialista indignada pero firme, la casa podrá tener sombras, pero no se derrumbará. Porque la esperanza, cuando nace del compromiso y no de la ingenuidad, es más fuerte que cualquier escándalo, más duradera que cualquier deslealtad y más luminosa que cualquier mancha. Y así debemos seguir sosteniendo esa esperanza. Con rabia, con tristeza, con memoria, pero también con convicción. Porque el socialismo, cuando se hace bien, no traiciona nunca.

 

martes, 18 de noviembre de 2025

20-N, 50 AÑOS DE MEMORIA PARA SEGUIR GANANDO EL FUTURO

 "Cuando Franco murió, hubo gran desconcierto. No había costumbre" (Julio Cerón, fundador del Frente de Liberación Popular, FLP)

A veces la historia no comienza con un estruendo, sino con un susurro que atraviesa la casa como una ráfaga de aire frío. Tenía ocho años aquella mañana del 20 de noviembre de 1975 y recuerdo, más que las palabras, la sensación: algo grave había ocurrido, algo que los adultos no pronunciaban en voz alta. En mi casa no se hablaba de política —porque en tantas casas no se hablaba nunca de política—, pero el silencio de aquel día era distinto, espeso, como si la radio se hubiera tragado las vocales de todo el barrio. Mi generación aprendió así que había asuntos que no tocaba nombrar, pero que aun así marcaban el ritmo de la vida.

Más allá de la alegría de no tener que ir a la escuela, no sabía entonces lo que significaba que Franco hubiese muerto, pero sí sabía observar. Y en la mirada de mis padres había una mezcla de cansancio y alivio que ningún telediario podía explicar. Con los años lo fui entendiendo: habían vivido demasiado tiempo conteniendo la respiración. Nosotros, los niños de aquel final de régimen, aprendimos antes a interpretar gestos que discursos. Y quizá por eso nuestra generación creció con una especie de intuición democrática: un olfato que detecta cuando el ambiente se vuelve irrespirable. Algo que, por ejemplo, vivimos apenas seis años después la noche del 23-F.

Durante la Transición —ese tiempo al que a veces se le rinde culto y otras veces se le ajusticia con ligereza— crecimos sin un manual, entre la prudencia de quienes habían tenido miedo y la impaciencia de quienes empezábamos a perderlo. No fueron héroes ni villanos: fuimos ciudadanos que caminaban sobre un suelo que aún no estaba del todo seco. Y aunque la Transición no fue perfecta —ninguna obra humana lo es— sí fue un ejercicio colosal de supervivencia colectiva, una forma de decirnos que queríamos vivir juntos sin temernos.

Con el paso del tiempo, cuando la vida te exige que tomes postura, entendí que defender la Democracia no es un acto pasivo. Que uno no se hace demócrata por ósmosis, ni por herencia, ni porque lo diga un libro de texto. La Democracia es una disciplina diaria, una convicción que se alimenta. Por eso soy militante del PSOE, no como gesto identitario sino como modo de contribuir —desde mis aciertos y mis torpezas— a que aquel impulso del 75 no se oxide. La militancia no define lo que escribo aquí, pero tampoco la escondo: forma parte del adulto que escribe estas líneas, igual que el silencio familiar formó parte del niño que las inspira.

Del 20-N en adelante, España fue aprendiendo a hablar en voz alta: a discutir, a disentir, a votar, incluso a equivocarse. Eso es lo que más me conmueve cuando vuelvo a aquel niño que fui: crecimos en un país que se estaba educando a sí mismo a ser libre. No es poca cosa.

La Transición: ni altar, ni papel mojado

No creo en la Transición como mito fundacional perfecto. Creo en ella como un esfuerzo imperfecto pero imprescindible. Fue un puente: algunos de sus maderos estaban torcidos, otros mal clavados, otros crujían al paso. Pero era un puente. Y lo cruzamos sin que se rompiera. De aquel trayecto salió una Constitución que llevamos décadas estirando, reformando mentalmente, aunque no tanto en letra, criticando a ratos y defendiendo siempre que ha sido necesario.

Hoy, sin embargo, noto una peligrosa comodidad ideológica entre quienes piensan que la democracia está garantizada por inercia histórica. Que basta con haber crecido en ella para que se mantenga sola. No es así. Nada se mantiene solo, ni siquiera aquello que parece más sólido. Y un país, igual que un niño, puede crecer… o puede encogerse.

Mientras España se abría como una ventana cerrada durante décadas, fuimos concibiendo la Transición como un pacto entre generaciones que habían vivido demasiado calladas. No fue un relato épico ni un error monumental, como a veces se caricaturiza desde los extremos. Fue un acuerdo imperfecto entre personas que venían de mundos incompatibles y decidieron, con más pragmatismo que romanticismo, que la convivencia era mejor que la ruptura.

Pero si algo me parece decisivo decir hoy —desde este presente sembrado de amnesias voluntarias— es que idealizar la Transición se ha convertido en la coartada perfecta para quienes no quieren afrontar el debate sobre la memoria democrática. Hay sectores de la derecha que repiten el mantra de que “todo quedó cerrado en 1978”, como si la Democracia fuera un expediente archivado y no un organismo vivo. Como si recordar fuese abrir heridas, y no reconocerlas para que no vuelvan a sangrar.

Esa apelación constante a una Transición casi sacralizada, donde “todos cedieron” y por tanto “ya no toca hablar del pasado”, sirve hoy como cortina de humo para no rechazar con contundencia el revisionismo ultra. El argumento suena así: “si ya nos reconciliamos entonces, ¿para qué recordar?”. Y lo que no dicen es que la reconciliación no es un cheque en blanco que permite a otros reescribir el pasado sin pagar el coste político.

La Transición no fue un pacto de olvido: fue un pacto de convivencia. Pero convivir implica asumir la verdad, no sustituirla por una versión cómoda. Y cuando la derecha contemporánea se niega a llamar dictadura a la dictadura, o se refugia en el “no reabramos el pasado” para no perder votos hacia su derecha, traiciona el espíritu real de aquel proceso: el de avanzar juntos, sí, pero sobre bases firmes y reconocibles.

La Transición no se defiende congelándola en una postal de consenso: se defiende entendiendo que aquel acuerdo no nos dispensó de seguir aprendiendo memoria democrática. Lo que se cerró entonces fue un capítulo; lo que no se cerró, ni puede cerrarse, es su interpretación.

El problema es olvidar que el camino no se termina nunca

Medio siglo después de aquel 20-N de 1975, miro alrededor con una mezcla de inquietud y responsabilidad. No porque tema volver exactamente al pasado —la historia nunca se repite de forma idéntica—, sino porque veo cómo se debilitan los reflejos democráticos que creíamos adquiridos. Vuelven discursos que trivializan el franquismo, que lo presentan como una época de orden o estabilidad, que juegan con la tentación de reducirlo todo a una batalla cultural donde la memoria es apenas un hashtag.

Cuando escucho a ciertos líderes políticos, a gente joven que ni había nacido en aquellos años, a nostálgicos de la dictadura, cuando escucho en ciertas “conversaciones” de barra de chigre hablar del franquismo como si hubiese sido un paréntesis administrativamente eficiente, o de la dictadura como si hubiera sido una especie de régimen severo pero paternal, me pregunto qué queda de todo lo aprendido. Me pregunto qué habría pensado aquel niño de ocho años si hubiera podido ver a gente justificando lo que sus padres no se atrevían ni a nombrar.

Ese negacionismo histórico y ese revisionismo que la extrema derecha propaga con una soltura asombrosa no serían tan preocupantes si no encontraran eco —a veces deliberado, otras por puro cálculo político— en sectores de la derecha tradicional. Y ahí es donde se rompe algo. Ahí es donde uno recuerda al niño de 1975 escuchando silencios y comprende que hay peligros que vuelven primero como bromas, luego como eslóganes y finalmente como certezas impostadas.

No se trata de reabrir heridas: se trata de impedir que quienes nunca las llevaron encima decidan por nosotros qué cicatrices valen y cuáles no. La memoria no es un arma; es un cinturón de seguridad democrático. Cuando se afloja, el viaje se vuelve peligroso. Lo que está en juego no es un debate académico: es la base emocional de nuestra convivencia. Si negamos el pasado, nos quedamos sin brújula. Y cuando un país pierde la brújula, siempre aparece alguien dispuesto a decirle por dónde caminar. Y casi nunca es por un buen camino.

La esperanza persiste. Una esperanza activa, no pasiva

Hay quienes dicen que vivimos tiempos oscuros. Yo digo que vivimos tiempos exigentes. La diferencia es importante. Porque la Democracia, pese a todo, sigue siendo fuerte. Ha madurado. Tiene instituciones, tiene ciudadanía activa, tiene una generación que ya no es aquella del silencio, sino la del debate constante. Una ciudadanía que protesta, que se organiza, que vota, que exige. Y ahí reside mi esperanza.

No me dejo llevar por el fatalismo. España ha demostrado que sabe levantarse. Que sabe discutir, votar, protestar, rectificar. Que es más fuerte que sus sombras. Lo que no puede permitirse es dormirse. Porque los derechos no se mantienen solos; las instituciones no se protegen solas; la convivencia no se renueva por arte de magia.

La esperanza existe, sí. Pero no como consuelo. Existe como tarea. La Democracia española tiene cicatrices, pero también un músculo cívico formidable. Tiene memoria, aunque algunos quieran borrarla. Tiene ciudadanos que exigen, protestan, participan. Y tiene jóvenes que, aunque no vivieron la Transición, entienden que el futuro no se improvisa. Lo que falta —lo que nunca debería faltar— es la decisión de defenderla cada día. De explicarla. De contarla. De confrontar el revisionismo sin miedo. De recordar que el pasado no es un estorbo, sino una brújula.

La historia no avanza sola. La Democracia no es un souvenir

El niño de ocho años que vio a un país despertando entiende hoy que la Democracia no solo necesita leyes: necesita cultura democrática. Una capacidad colectiva de distinguir entre la crítica legítima y el veneno del negacionismo; entre la discrepancia política y la demolición institucional; entre el debate sano y el ruido interesado. Si algo aprendí de aquel niño de 1975 es que los silencios dicen más que las palabras. Y ahora, cuando escucho silencios cómplices ante el revisionismo o ante ataques directos a la institucionalidad democrática, sé que no podemos permitirnos callar. Porque los silencios, igual que en mi casa, igual que en tantas casas, aquel 20-N, suelen anunciar algo incierto. Volver a la incertidumbre de hace 50 años es revertir todo lo avanzado hasta ahora para regresar a la noche de los tiempos.

La Democracia no se defiende solo apelando a la nostalgia ni envolviéndose en la bandera. Se defiende con educación, con memoria, con debate serio, con instituciones fuertes, con ciudadanía crítica. Y con política. Sí, también con política: política entendida no como trinchera, sino como herramienta para mejorar la vida de las personas. La Democracia no es un recuerdo de la Transición, ni un trofeo constitucional. Es una tarea diaria. Una conversación incómoda. Una vigilancia activa. Una decisión que se toma cada día, incluso cuando parece obvio tomarla.

Desde la lucidez, no exenta de cierto temor, que da haber visto un país transformarse a sí mismo, quisiera dejar una observación final. Los retrocesos democráticos no empiezan con golpes de Estado; empiezan con miradas hacia otro lado, porque la Democracia no se hereda ni se celebra: se ejerce, se recuerda y se defiende. Todos los días.

El niño que fui no lo sabía. El adulto que soy lo tiene claro: el futuro no se contempla. Se construye para seguir ganándolo. Y también, si nos descuidamos, se pierde.

lunes, 20 de octubre de 2025

MÁS ALLÁ DE LAS SIGLAS: LA VIVIENDA COMO PRUEBA DE COHERENCIA

 El PSOE de Castrillón impulsa medidas fiscales amparadas por la Ley de Vivienda mientras el resto de partidos, PP-VOX y también IU, optan por el cálculo político votando en contra


En el Pleno del Ayuntamiento de Castrillón del pasado 10 de Octubre se debatió algo más que una modificación fiscal: se debatió qué tipo de política queremos hacer. El Grupo Socialista propuso adaptar la Ordenanza del IBI a la Ley 12/2023, de 24 de mayo, por el Derecho a la Vivienda, para que los impuestos municipales sirvan para promover justicia social y acceso real a la vivienda.

Cuatro medidas, tan sencillas como coherentes: recargo a las viviendas vacías, bonificación a quienes alquilen con renta limitada, recargo a las viviendas turísticas y bonificación a jóvenes que compren su primera vivienda. Todas ellas amparadas por los artículos 72.4 y 74.2 del Texto Refundido de la Ley de Haciendas Locales (TRLRHL), y alineadas con los principios de la Ley estatal de Vivienda.

Y, sobre todo, son medidas más necesarias y responsables que una bajada lineal del IBI como la que PP-VOX plantean y que solo sirven para recaudar algo más de medio millón de euros menos cada año. Medio millón que dejará de invertirse en Castrillón en limpieza, asfaltados, alumbrado, parques infantiles, etc… En definitiva, en servicios públicos que mejoran la vida diaria de nuestras vecinas y vecinos. Frente a esa política de titular fácil y consecuencias silenciosas, el PSOE propone una fiscalidad inteligente: quien más contribuye al desequilibrio del mercado de la vivienda paga más; quien ayuda a corregirlo, paga menos.

Lejos de ser una subida de impuestos, la propuesta del PSOE es una llamada a la responsabilidad fiscal y social: que pague más quien especula con la vivienda y reciba alivio quien contribuye a ponerla en uso. Un planteamiento de puro sentido común que, sin embargo, el Pleno rechazó.

Que PP y VOX votaran en contra entraba dentro de lo previsible: su visión del mercado inmobiliario no admite intervención pública alguna. Pero lo que sorprendió a gran parte de la ciudadanía fue el voto también negativo de IU. Quienes, desde posiciones progresistas, deberían haber estado de este lado del tablero, quizá prefirieron dar más pesó al reflejo partidista, al resentimiento político o al celo competencial que a la coherencia con los principios progresistas que consideran la vivienda como un bien social. Un error y, sobre todo, una falta de perspectiva: el derecho a la vivienda no entiende ni de fronteras administrativas ni de prioridades partidistas. O así debería ser.

El PSOE de Castrillón no compite con nadie. Busca responder a problemas que afectan directamente a nuestras vecinas y vecinos: la falta de oferta de alquiler asequible, la especulación con segundas residencias vacías y la dificultad de los jóvenes para emanciparse. Frente a eso, lo cómodo es enredarse en argumentos ficticios para votar en contra; lo que exige compromiso, es dar un paso adelante. La coherencia progresista no se demuestra con declaraciones, sino con decisiones. Y pocas decisiones encarnan mejor la idea de justicia social que penalizar el abandono especulativo de viviendas y premiar el alquiler responsable. La vivienda no es un terreno para las disputas, sino un derecho que exige colaboración y coherencia.

La política se mide en hechos, no en discursos. Y el Pleno de Castrillón del pasado 10 de octubre dejó claro quién defiende el derecho a la vivienda como una prioridad y quién lo convierte en un eslogan. Penalizar la vivienda vacía o premiar el alquiler asequible no es una batalla ideológica, sino una decisión de justicia y sentido común.

Castrillón merece una política valiente, centrada en los problemas reales y no en las rivalidades partidistas. Desde el PSOE seguiremos impulsando medidas que pongan a las personas en el centro, con la misma convicción que marcó nuestra propuesta: que cada vivienda vacía vuelva a tener vida, y que cada joven tenga una oportunidad para empezar la suya aquí, en su concejo.

En eso estamos en el PSOE de Castrillón y en eso seguiremos estando. Escuchando a la ciudadanía y trabajando nuestras propuestas. En definitiva, construyendo la alternativa que Castrillón merece.

miércoles, 18 de junio de 2025

UNA CORRUPCIÓN QUE HACE DAÑO

El rechazo absoluto de la corrupción en política es crucial para el buen funcionamiento de la Democracia, la confianza pública y la justicia social. La corrupción, en todas sus formas, socava los principios fundamentales de un gobierno justo y equitativo, desviando recursos, minando la confianza y perpetuando la desigualdad.

Para quienes concebimos la política como un instrumento para mejorar la vida de las personas, la corrupción debilita la Democracia porque socava la confianza en las instituciones y en quienes ejercemos como representantes políticos de la ciudadanía, erosionando la legitimidad del sistema democrático. Desde esa misma perspectiva, la corrupción es un desperdicio de recursos porque los fondos públicos desviados por la corrupción serían susceptibles de destinarse a servicios esenciales como salud, educación e infraestructuras, mejorando la calidad de vida de los ciudadanos. Así mismo, la corrupción fomenta la desigualdad porque beneficia a unos pocos a expensas de la mayoría, exacerbando la desigualdad social y económica.  En definitiva, la corrupción compromete la justicia y la equidad porque los actos corruptos distorsionan la aplicación de la ley, favoreciendo a ciertos individuos o grupos sobre otros.  

Desde la óptica de la política como un principio de servicio, el rechazo de la corrupción es una responsabilidad individual y colectiva porque cada ciudadano tiene la responsabilidad de exigir transparencia y rendición de cuentas, denunciando la corrupción y participando activamente en la construcción de un sistema político íntegro. Abundando en ese fundamento moral, el rechazo de la corrupción supone el fortalecimiento institucional porque es fundamental reforzar los mecanismos de control interno y externo, como la independencia judicial, la libertad de prensa y la participación ciudadana, para prevenir y combatir la corrupción. Desde el fundamento ético de la utilidad de la política para avanzar como sociedad, el rechazo de la corrupción es una cuestión de educación y concienciación porque promover ambas sobre los efectos nocivos de la corrupción es esencial para construir una sociedad más justa y comprometida con la ética pública. Desde la honradez, la decencia y la rectitud moral, el rechazo de la corrupción supone fomentar una cultura de integridad en todos los niveles de la sociedad, desde la esfera pública hasta la privada, que es crucial para advertir el envilecimiento y la deshonestidad y construir el futuro desde la transparencia, la honestidad y el compromiso real para con los demás antes que para con uno mismo. 

En definitiva, tal y como concibo la acción política, como una herramienta al servicio de la mejora de las condiciones de vida de las personas, el rechazo absoluto a la corrupción no es solo una cuestión moral, sino también una necesidad para garantizar el buen funcionamiento del Estado, de la justicia social y del bienestar de la ciudadanía en su conjunto, sea en el ámbito que sea, nacional, autonómico o local.

Entrando en el terreno de lo personal, no voy a negar que están siendo días difíciles. Como creo que ya va quedando claro en lo escrito hasta ahora, considero que la corrupción es detestable, es totalmente rechazable, es una lacra que debemos erradicar sin miramientos, sin “peros” y sin el menor atisbo de justificación. TOLERANCIA CERO CONTRA LA CORRUPCIÓN y rechazo absoluto de quien la defienda o la practique. Que contra ellos caiga todo el peso de la ley.

Tampoco voy a negar que sigo creyendo firmemente, pese a estas horas oscuras que vivimos en el seno del socialismo, que sigue siendo la hora de mantener las líneas de avance social, económico, cultural que desde el gobierno que preside Pedro Sánchez se vienen implementando en los últimos años. Tampoco niego mi confianza en la manera que desde el PSOE se está haciendo frente a la corrupción, con decisiones rápidas y contundentes. Ni Ábalos ni Cerdán forman ya parte del PSOE. Y esto no es justificación de nada, absolutamente de nada. Es, sencillamente, un hecho y una realidad. Como también es una realidad constatable que en Ferraz no hay discos duros deshechos a martillazos ni nuestro secretario general envía mensajes de ánimo y fortaleza a ningún corrupto. Pese a quién le pese esta es la evidencia. Que se quiera ver o no, que los relatos ganen a los datos y las evidencias, es otra cuestión diferente que tiene más que ver con la forma en que algunos entienden la acción política que con la realidad de los hechos. En todo caso, es uno de los riesgos de la Democracia que haya quienes utilicen sus resortes para dinamitarla desde dentro. Contra eso también hay que seguir luchando, aún en estas horas oscuras que nos ha tocado vivir, porque va en nuestro ADN socialista y porque es nuestro compromiso real con la ciudadanía.  

Sin duda el escenario es complejo y altamente preocupante. Sin duda hay arribistas que aprovechan la coyuntura para volver a sacar la cabeza del fango en el que la tenían oculta hasta ahora. Sin duda hay personajes que aún no han sido capaces de aplicarse aquello que tantas veces repitieron a otros respecto a saber cuándo el tiempo nos alcanza. Sin duda hay quien cree que vociferar con las derechas le puede garantizar réditos electorales, sin duda, pero creo que no, que es más bien lo contrario. En estos tiempos oscuros se requiere, más que nunca, honestidad personal, lealtad a unos principios y autocrítica y responsabilidad en grandes dosis y en los momentos y lugares oportunos: en los órganos internos que el PSOE tiene. Porque creo que con más de 145 años de historia a la espalda está fuera de toda duda que funcionan, y que priorizan lo colectivo y la historia socialista de lucha por mejorar la vida de las personas por encima de las necesidades individuales, por históricas que sean o por muchas elecciones que hayan ganado. Es momento de señalar la imperiosa necesidad de actuar con la integridad, rectitud y modo de proceder que Pablo Iglesias reclamaba de los socialistas en el primer número de EL SOCIALISTA allá por 1906. También en la crítica es imprescindible ser “enteros, serios y morales”.

viernes, 14 de febrero de 2025

CIERRE LA PUERTA AL SALIR

Gregorio Marañón dedicó uno de sus libros más interesantes a Tiberio, el emperador romano contemporáneo de Jesucristo y de Pilatos. Un alma resentida. Tiberio es una figura controvertida que comenzó a ser, en cierta manera, rehabilitado en el siglo XVIII por Voltaire. En todo caso, es uno de esos ejemplos de personaje histórico al que le tocó vivir en un cierto terreno de nadie y en una época confusa, a mitad de camino entre un mundo pagano que se desmoronaba y el pujante momento de una mentalidad cristiana que se asentaba. Gregorio Marañón le dedica un ensayo en el que profundiza en las raíces de su conducta. Con un encomiable esfuerzo interpretativo en el análisis de su mentalidad y de los contextos histórico y familiar, Marañón alcanza la conclusión de que Tiberio es el prototipo del hombre resentido.


El resentimiento es una realidad que suele acompañar a quienes se sienten afectados por un cierto complejo de inferioridad. También por quienes, todo lo contrario, se perciben a sí mismos iluminados como seres superiores. En cierta medida se puede trazar una línea desde los tiempos de Tiberio (desde mucho antes la historia también nos regala ejemplos a mansalva) hasta nuestros días de ejemplos de personajes resentidos. Algunos con alcance y raigambre histórica y  otros más cercanos al común de los mortales en su trayectoria e importancia, pero con el mismo denominador común que Marañón desentraña en Tiberio: espíritus mediocres a los que afecta la hipocresía y un deseo compulsivo de venganza muy cercano a la paranoia. 

Nuestra época actual no se encuentra libre de esta realidad, ni mucho menos. Veinte siglos después de Tiberio, vivimos en sociedades cada vez más hostiles en las que prolifera el individualismo y abunda la falta de una visión compartida para afrontar cualquier cuestión, sea de la índole que sea. Cada vez más, coexistimos en un presente cargado de frustración y desesperanza, con unos niveles crecientes de rencor que infectan el porvenir personal y el de quiénes nos rodean. De esa manera de afrontar la vida nace el resentimiento, transmutado en valor moral por quienes convierten en ofensas imperdonables cualquier opinión, experiencia o razón contraria a sus posiciones. Siempre resulta más fácil buscar argumentos para justificarse, que tratar de empatizar entendiendo las razones y el contexto del otro. Siempre es más cómodo detenerse que intentar avanzar.

Autointoxicación psíquica, tal como definió Max Scheler el resentimiento. En el resentido desaparece cualquier atisbo de responsabilidad o participación en la creación de su propio destino: el infierno siempre son los demás. Nietzsche lo proyectó de forma más categórica planteando que el resentido solamente se resiente de su propia debilidad. El filósofo alemán dibuja así una especie de formateo de personalidad a la carta: el resentido asume la moralidad que más le conviene a su propia naturaleza, aferrándose a ella como único principio vital y fuente de su dolor para perpetuarlo. Una especie de círculo vicioso de la personalidad resentida del que no existe la mínima voluntad de salir y que se retroalimenta de forma constante.  

Al igual que Marañón visibiliza en Tiberio, hoy en día sigue existiendo una relación entre el resentimiento y el proyecto político. Si en Tiberio resulta innegable el complejo de inferioridad como nefasto fundamento del resentimiento, en nuestros días se advierte incontestable que el resentimiento surge en ciertas personas en el momento de la disputa democrática por espacios de poder. El resentido de nuestros días es un ser que sufre tal complejo de inferioridad que se niega a admitir lo contingente y efímero de los cargos y que acaba convirtiendo en tóxico todo cuanto lo rodea con actitudes y discursos políticos que únicamente llevan implícitas apelaciones al resentimiento. Explotar esa forma de agitación política puede hacerse tanto orientándola hacia el exterior (hacia otro partido político) como plasmarla en la vida interna de la propia organización política. En ambos casos ni es un problema nuevo ni es un asunto sencillo, pero es innegable que cuando ocurre intramuros la consecuencia es que esa emoción negativa alcanza una dimensión colectiva que supone un claro factor de riesgo para la vida orgánica interna y, por extensión, para la propia Democracia. La revancha no busca el acuerdo, busca devolver el golpe. Y cuando no lo logra se obstina en generar enfrentamiento y se empeña en perpetuar el desencanto.    

Quien sombrea de resentimiento su fracaso demuestra que sería incapaz de rodear de honrado esplendor el éxito. Quien en el fracaso se empecina en buscar culpables, con ausencia total de autocrítica y atribuyendo ladinamente a los demás ser la causa de todos sus males, demuestra que solo sabría digerir el éxito con grosería y violencia en lugar de con inteligencia y delicadeza. El odio y el resentimiento generan altas dosis de rencor y sentimiento de venganza, que no son más que la careta bajo la que se esconde el ego desmedido de quien es incapaz de entender siquiera, no ya de practicar, el trabajo en equipo, los proyectos compartidos y las decisiones consensuadas, como el único camino que en política y en todos los órdenes de la vida nos puede conducir al éxito.

Tiberio vivió el final de sus días en una inmensa soledad, alimentando su resentimiento y esa doble personalidad con que la historia lo acabó juzgando. Séneca refiere dos frases suyas de aquel momento que reflejan tanto las amarras que había soltado con su propio pasado como lo pretencioso del porvenir que para sí mismo imaginaba. Cuenta Séneca que una vez un hombre se dirigió a Tiberio diciéndole: “¿Te acuerdas, César …?” y el César le interrumpió diciendo: “No, yo no me acuerdo de nada de lo que he sido”. La otra frase es un versículo griego que Tiberio repetía muy a menudo: “¡Después de mí, que el fuego haga desaparecer la Tierra!”. Ni pasado, ni porvenir. Tiberio se encierra en su propia renuncia a toda esperanza, encapsulado con los suyos, negándose a sí mismo y abrazando todo aquello contra lo que una vez luchó.

Cuando se generan según qué tipo de pulsiones existe el riesgo cierto de que éstas acaban revertiendo en contra. Tiberio lo experimentó conforme a los modos y maneras de vida del siglo I, consumiéndose en la soledad de sus villas imperiales. En nuestros días las fórmulas son más visibles para todos y el efecto boomerang de percepción prácticamente inmediata. Y democráticas, claro, todas son expresiones democráticas. Porque nada hay más democrático que la fuerza de los votos para dar un democrático portazo a quien, en su resentida ensoñación, piensa que es él quien se va y no los demás quienes le echan. “Por favor, sea tan amable y cierre la puerta al salir”