Gregorio Marañón dedicó uno de sus libros más interesantes a Tiberio, el emperador romano contemporáneo de Jesucristo y de Pilatos. Un alma resentida. Tiberio es una figura controvertida que comenzó a ser, en cierta manera, rehabilitado en el siglo XVIII por Voltaire. En todo caso, es uno de esos ejemplos de personaje histórico al que le tocó vivir en un cierto terreno de nadie y en una época confusa, a mitad de camino entre un mundo pagano que se desmoronaba y el pujante momento de una mentalidad cristiana que se asentaba. Gregorio Marañón le dedica un ensayo en el que profundiza en las raíces de su conducta. Con un encomiable esfuerzo interpretativo en el análisis de su mentalidad y de los contextos histórico y familiar, Marañón alcanza la conclusión de que Tiberio es el prototipo del hombre resentido.
El resentimiento es una realidad que suele acompañar a quienes se sienten afectados por un cierto complejo de inferioridad. También por quienes, todo lo contrario, se perciben a sí mismos iluminados como seres superiores. En cierta medida se puede trazar una línea desde los tiempos de Tiberio (desde mucho antes la historia también nos regala ejemplos a mansalva) hasta nuestros días de ejemplos de personajes resentidos. Algunos con alcance y raigambre histórica y otros más cercanos al común de los mortales en su trayectoria e importancia, pero con el mismo denominador común que Marañón desentraña en Tiberio: espíritus mediocres a los que afecta la hipocresía y un deseo compulsivo de venganza muy cercano a la paranoia.
Nuestra época actual no se encuentra libre de esta realidad,
ni mucho menos. Veinte siglos después de Tiberio, vivimos en sociedades cada
vez más hostiles en las que prolifera el individualismo y abunda la falta de
una visión compartida para afrontar cualquier cuestión, sea de la índole que
sea. Cada vez más, coexistimos en un presente cargado de frustración y
desesperanza, con unos niveles crecientes de rencor que infectan el porvenir personal
y el de quiénes nos rodean. De esa manera de afrontar la vida nace el
resentimiento, transmutado en valor moral por quienes convierten en
ofensas imperdonables cualquier opinión, experiencia o razón contraria a sus
posiciones. Siempre resulta más fácil buscar argumentos para justificarse, que
tratar de empatizar entendiendo las razones y el contexto del otro. Siempre
es más cómodo detenerse que intentar avanzar.
Autointoxicación psíquica, tal como definió Max Scheler el resentimiento. En el
resentido desaparece cualquier atisbo de responsabilidad o participación en la
creación de su propio destino: el infierno siempre son los demás. Nietzsche lo
proyectó de forma más categórica planteando que el resentido solamente se
resiente de su propia debilidad. El filósofo alemán dibuja así una especie de
formateo de personalidad a la carta: el resentido asume la moralidad que más le
conviene a su propia naturaleza, aferrándose a ella como único principio vital y
fuente de su dolor para perpetuarlo. Una especie de círculo vicioso de
la personalidad resentida del que no existe la mínima voluntad de salir y que
se retroalimenta de forma constante.
Al igual que Marañón visibiliza en Tiberio, hoy en día sigue
existiendo una relación entre el resentimiento y el proyecto político. Si en
Tiberio resulta innegable el complejo de inferioridad como nefasto fundamento
del resentimiento, en nuestros días se advierte incontestable que el
resentimiento surge en ciertas personas en el momento de la disputa democrática
por espacios de poder. El resentido de nuestros días es un ser que sufre tal
complejo de inferioridad que se niega a admitir lo contingente y efímero de los
cargos y que acaba convirtiendo en tóxico todo cuanto lo rodea con actitudes y
discursos políticos que únicamente llevan implícitas apelaciones al
resentimiento. Explotar esa forma de agitación política puede hacerse tanto orientándola
hacia el exterior (hacia otro partido político) como plasmarla en la vida
interna de la propia organización política. En ambos casos ni es un problema
nuevo ni es un asunto sencillo, pero es innegable que cuando ocurre intramuros
la consecuencia es que esa emoción negativa alcanza una dimensión colectiva que
supone un claro factor de riesgo para la vida orgánica interna y, por
extensión, para la propia Democracia. La revancha no busca el acuerdo, busca
devolver el golpe. Y cuando no lo logra se obstina en generar enfrentamiento y se
empeña en perpetuar el desencanto.
Quien sombrea de resentimiento su fracaso demuestra que sería
incapaz de rodear de honrado esplendor el éxito. Quien en el fracaso se
empecina en buscar culpables, con ausencia total de autocrítica y atribuyendo
ladinamente a los demás ser la causa de todos sus males, demuestra que solo
sabría digerir el éxito con grosería y violencia en lugar de con inteligencia y
delicadeza. El odio y el resentimiento generan altas dosis de rencor y
sentimiento de venganza, que no son más que la careta bajo la que se esconde el
ego desmedido de quien es incapaz de entender siquiera, no ya de practicar, el
trabajo en equipo, los proyectos compartidos y las decisiones consensuadas,
como el único camino que en política y en todos los órdenes de la vida nos
puede conducir al éxito.
Tiberio vivió el final de sus días en una inmensa soledad, alimentando
su resentimiento y esa doble personalidad con que la historia lo acabó juzgando.
Séneca refiere dos frases suyas de aquel momento que reflejan tanto las amarras
que había soltado con su propio pasado como lo pretencioso del porvenir que
para sí mismo imaginaba. Cuenta Séneca que una vez un hombre se dirigió a
Tiberio diciéndole: “¿Te acuerdas, César …?” y el César le interrumpió
diciendo: “No, yo no me acuerdo de nada de lo que he sido”. La otra
frase es un versículo griego que Tiberio repetía muy a menudo: “¡Después de
mí, que el fuego haga desaparecer la Tierra!”. Ni pasado, ni porvenir.
Tiberio se encierra en su propia renuncia a toda esperanza, encapsulado con los
suyos, negándose a sí mismo y abrazando todo aquello contra lo que una vez
luchó.
Cuando se generan según qué tipo de pulsiones existe el
riesgo cierto de que éstas acaban revertiendo en contra. Tiberio lo experimentó
conforme a los modos y maneras de vida del siglo I, consumiéndose en la soledad
de sus villas imperiales. En nuestros días las fórmulas son más visibles para
todos y el efecto boomerang de percepción prácticamente inmediata. Y
democráticas, claro, todas son expresiones democráticas. Porque nada hay más
democrático que la fuerza de los votos para dar un democrático portazo a quien,
en su resentida ensoñación, piensa que es él quien se va y no los demás quienes
le echan. “Por favor, sea tan amable y cierre la puerta al salir”