martes, 18 de noviembre de 2025

20-N, 50 AÑOS DE MEMORIA PARA SEGUIR GANANDO EL FUTURO

 

A veces la historia no comienza con un estruendo, sino con un susurro que atraviesa la casa como una ráfaga de aire frío. Tenía ocho años aquella mañana del 20 de noviembre de 1975 y recuerdo, más que las palabras, la sensación: algo grave había ocurrido, algo que los adultos no pronunciaban en voz alta. En mi casa no se hablaba de política —porque en tantas casas no se hablaba nunca de política—, pero el silencio de aquel día era distinto, espeso, como si la radio se hubiera tragado las vocales de todo el barrio. Mi generación aprendió así que había asuntos que no tocaba nombrar, pero que aun así marcaban el ritmo de la vida.

Más allá de la alegría de no tener que ir a la escuela, no sabía entonces lo que significaba que Franco hubiese muerto, pero sí sabía observar. Y en la mirada de mis padres había una mezcla de cansancio y alivio que ningún telediario podía explicar. Con los años lo fui entendiendo: habían vivido demasiado tiempo conteniendo la respiración. Nosotros, los niños de aquel final de régimen, aprendimos antes a interpretar gestos que discursos. Y quizá por eso nuestra generación creció con una especie de intuición democrática: un olfato que detecta cuando el ambiente se vuelve irrespirable. Algo que, por ejemplo, pudimos detectar apenas seis años después la noche del 23-F.

Durante la Transición —ese tiempo al que a veces se le rinde culto y otras veces se le ajusticia con ligereza— crecimos sin un manual, entre la prudencia de quienes habían tenido miedo y la impaciencia de quienes empezábamos a perderlo. No fueron héroes ni villanos: fuimos ciudadanos que caminaban sobre un suelo que aún no estaba del todo seco. Y aunque la Transición no fue perfecta —ninguna obra humana lo es— sí fue un ejercicio colosal de supervivencia colectiva, una forma de decirnos que queríamos vivir juntos sin temernos.

Con el paso del tiempo, cuando la vida te exige que tomes postura, entendí que defender la Democracia no es un acto pasivo. Que uno no se hace demócrata por ósmosis, ni por herencia, ni porque lo diga un libro de texto. La Democracia es una disciplina diaria, una convicción que se alimenta. Por eso soy militante del PSOE, no como gesto identitario sino como modo de contribuir —desde mis aciertos y mis torpezas— a que aquel impulso del 75 no se oxide. La militancia no define lo que escribo aquí, pero tampoco la escondo: forma parte del adulto que escribe estas líneas, igual que el silencio familiar formó parte del niño que las inspira.

Del 20-N en adelante, España fue aprendiendo a hablar en voz alta: a discutir, a disentir, a votar, incluso a equivocarse. Eso es lo que más me conmueve cuando vuelvo a aquel niño que fui: crecimos en un país que se estaba educando a sí mismo a ser libre. No es poca cosa.

La Transición: ni altar, ni papel mojado

No creo en la Transición como mito fundacional perfecto. Creo en ella como un esfuerzo imperfecto pero imprescindible. Fue un puente: algunos de sus maderos estaban torcidos, otros mal clavados, otros crujían al paso. Pero era un puente. Y lo cruzamos sin que se rompiera. De aquel trayecto salió una Constitución que llevamos décadas estirando, reformando mentalmente, aunque no tanto en letra, criticando a ratos y defendiendo siempre que ha sido necesario.

Hoy, sin embargo, noto una peligrosa comodidad ideológica entre quienes piensan que la democracia está garantizada por inercia histórica. Que basta con haber crecido en ella para que se mantenga sola. No es así. Nada se mantiene solo, ni siquiera aquello que parece más sólido. Y un país, igual que un niño, puede crecer… o puede encogerse.

Mientras España se abría como una ventana cerrada durante décadas, fuimos concibiendo la Transición como un pacto entre generaciones que habían vivido demasiado calladas. No fue un relato épico ni un error monumental, como a veces se caricaturiza desde los extremos. Fue un acuerdo imperfecto entre personas que venían de mundos incompatibles y decidieron, con más pragmatismo que romanticismo, que la convivencia era mejor que la ruptura.

Pero si algo me parece decisivo decir hoy —desde este presente sembrado de amnesias voluntarias— es que idealizar la Transición se ha convertido en la coartada perfecta para quienes no quieren afrontar el debate sobre la memoria democrática. Hay sectores de la derecha que repiten el mantra de que “todo quedó cerrado en 1978”, como si la Democracia fuera un expediente archivado y no un organismo vivo. Como si recordar fuese abrir heridas, y no reconocerlas para que no vuelvan a sangrar.

Esa apelación constante a una Transición casi sacralizada, donde “todos cedieron” y por tanto “ya no toca hablar del pasado”, sirve hoy como cortina de humo para no rechazar con contundencia el revisionismo ultra. El argumento suena así: “si ya nos reconciliamos entonces, ¿para qué recordar?”. Y lo que no dicen es que la reconciliación no es un cheque en blanco que permite a otros reescribir el pasado sin pagar el coste político.

La Transición no fue un pacto de olvido: fue un pacto de convivencia. Pero convivir implica asumir la verdad, no sustituirla por una versión cómoda. Y cuando la derecha contemporánea se niega a llamar dictadura a la dictadura, o se refugia en el “no reabramos el pasado” para no perder votos hacia su derecha, traiciona el espíritu real de aquel proceso: el de avanzar juntos, sí, pero sobre bases firmes y reconocibles.

La Transición no se defiende congelándola en una postal de consenso: se defiende entendiendo que aquel acuerdo no nos dispensó de seguir aprendiendo memoria democrática. Lo que se cerró entonces fue un capítulo; lo que no se cerró, ni puede cerrarse, es su interpretación.

El problema es olvidar que el camino no se termina nunca

Medio siglo después de aquel 20-N de 1975, miro alrededor con una mezcla de inquietud y responsabilidad. No porque tema volver exactamente al pasado —la historia nunca se repite de forma idéntica—, sino porque veo cómo se debilitan los reflejos democráticos que creíamos adquiridos. Vuelven discursos que trivializan el franquismo, que lo presentan como una época de orden o estabilidad, que juegan con la tentación de reducirlo todo a una batalla cultural donde la memoria es apenas un hashtag.

Cuando escucho a ciertos líderes políticos, a gente joven que ni había nacido en aquellos años, a nostálgicos de la dictadura, cuando escucho en ciertas “conversaciones” de barra de chigre hablar del franquismo como si hubiese sido un paréntesis administrativamente eficiente, o de la dictadura como si hubiera sido una especie de régimen severo pero paternal, me pregunto qué queda de todo lo aprendido. Me pregunto qué habría pensado aquel niño de ocho años si hubiera podido ver a gente justificando lo que sus padres no se atrevían ni a nombrar.

Ese negacionismo histórico y ese revisionismo que la extrema derecha propaga con una soltura asombrosa no serían tan preocupantes si no encontraran eco —a veces deliberado, otras por puro cálculo político— en sectores de la derecha tradicional. Y ahí es donde se rompe algo. Ahí es donde uno recuerda al niño de 1975 escuchando silencios y comprende que hay peligros que vuelven primero como bromas, luego como eslóganes y finalmente como certezas impostadas.

No se trata de reabrir heridas: se trata de impedir que quienes nunca las llevaron encima decidan por nosotros qué cicatrices valen y cuáles no. La memoria no es un arma; es un cinturón de seguridad democrático. Cuando se afloja, el viaje se vuelve peligroso. Lo que está en juego no es un debate académico: es la base emocional de nuestra convivencia. Si negamos el pasado, nos quedamos sin brújula. Y cuando un país pierde la brújula, siempre aparece alguien dispuesto a decirle por dónde caminar. Y casi nunca es por un buen camino.

La esperanza persiste. Una esperanza activa, no pasiva

Hay quienes dicen que vivimos tiempos oscuros. Yo digo que vivimos tiempos exigentes. La diferencia es importante. Porque la Democracia, pese a todo, sigue siendo fuerte. Ha madurado. Tiene instituciones, tiene ciudadanía activa, tiene una generación que ya no es aquella del silencio, sino la del debate constante. Una ciudadanía que protesta, que se organiza, que vota, que exige. Y ahí reside mi esperanza.

No me dejo llevar por el fatalismo. España ha demostrado que sabe levantarse. Que sabe discutir, votar, protestar, rectificar. Que es más fuerte que sus sombras. Lo que no puede permitirse es dormirse. Porque los derechos no se mantienen solos; las instituciones no se protegen solas; la convivencia no se renueva por arte de magia.

La esperanza existe, sí. Pero no como consuelo. Existe como tarea. La Democracia española tiene cicatrices, pero también un músculo cívico formidable. Tiene memoria, aunque algunos quieran borrarla. Tiene ciudadanos que exigen, protestan, participan. Y tiene jóvenes que, aunque no vivieron la Transición, entienden que el futuro no se improvisa. Lo que falta —lo que nunca debería faltar— es la decisión de defenderla cada día. De explicarla. De contarla. De confrontar el revisionismo sin miedo. De recordar que el pasado no es un estorbo, sino una brújula.

La historia no avanza sola. La Democracia no es un souvenir

El niño de ocho años que vio a un país despertando entiende hoy que la Democracia no solo necesita leyes: necesita cultura democrática. Una capacidad colectiva de distinguir entre la crítica legítima y el veneno del negacionismo; entre la discrepancia política y la demolición institucional; entre el debate sano y el ruido interesado. Si algo aprendí de aquel niño de 1975 es que los silencios dicen más que las palabras. Y ahora, cuando escucho silencios cómplices ante el revisionismo o ante ataques directos a la institucionalidad democrática, sé que no podemos permitirnos callar. Porque los silencios, igual que en mi casa, igual que en tantas casas, aquel 20-N, suelen anunciar algo grave.

La Democracia no se defiende solo apelando a la nostalgia ni envolviéndose en la bandera. Se defiende con educación, con memoria, con debate serio, con instituciones fuertes, con ciudadanía crítica. Y con política. Sí, también con política: política entendida no como trinchera, sino como herramienta para mejorar la vida de las personas. La Democracia no es un recuerdo de la Transición, ni un trofeo constitucional. Es una tarea diaria. Una conversación incómoda. Una vigilancia activa. Una decisión que se toma cada día, incluso cuando parece obvio tomarla.

Desde la lucidez, no exenta de cierto temor, que da haber visto un país transformarse a sí mismo, quisiera dejar una observación final. Los retrocesos democráticos no empiezan con golpes de Estado; empiezan con miradas hacia otro lado, porque la Democracia no se hereda ni se celebra: se ejerce, se recuerda y se defiende. Todos los días.

El niño que fui no lo sabía. El adulto que soy lo tiene claro: el futuro no se contempla. Se construye para seguir ganándolo. Y también, si nos descuidamos, se pierde.