A veces la historia no comienza con un estruendo, sino con un
susurro que atraviesa la casa como una ráfaga de aire frío. Tenía ocho años
aquella mañana del 20 de noviembre de 1975 y recuerdo, más que las palabras, la
sensación: algo grave había ocurrido, algo que los adultos no pronunciaban en
voz alta. En mi casa no se hablaba de política —porque en tantas casas no se
hablaba nunca de política—, pero el silencio de aquel día era distinto, espeso,
como si la radio se hubiera tragado las vocales de todo el barrio. Mi
generación aprendió así que había asuntos que no tocaba nombrar, pero que aun
así marcaban el ritmo de la vida.
Más allá de la alegría de no tener que ir a la escuela, no
sabía entonces lo que significaba que Franco hubiese muerto, pero sí sabía
observar. Y en la mirada de mis padres había una mezcla de cansancio y alivio
que ningún telediario podía explicar. Con los años lo fui entendiendo: habían
vivido demasiado tiempo conteniendo la respiración. Nosotros, los niños de
aquel final de régimen, aprendimos antes a interpretar gestos que discursos. Y
quizá por eso nuestra generación creció con una especie de intuición
democrática: un olfato que detecta cuando el ambiente se vuelve irrespirable.
Algo que, por ejemplo, pudimos detectar apenas seis años después la noche del
23-F.
Durante la Transición —ese tiempo al que a veces se le rinde
culto y otras veces se le ajusticia con ligereza— crecimos sin un manual, entre
la prudencia de quienes habían tenido miedo y la impaciencia de quienes
empezábamos a perderlo. No fueron héroes ni villanos: fuimos ciudadanos que
caminaban sobre un suelo que aún no estaba del todo seco. Y aunque la
Transición no fue perfecta —ninguna obra humana lo es— sí fue un ejercicio
colosal de supervivencia colectiva, una forma de decirnos que queríamos vivir
juntos sin temernos.
Con el paso del tiempo, cuando la vida te exige que tomes
postura, entendí que defender la Democracia no es un acto pasivo. Que uno no se
hace demócrata por ósmosis, ni por herencia, ni porque lo diga un libro de
texto. La Democracia es una disciplina diaria, una convicción que se alimenta.
Por eso soy militante del PSOE, no como gesto identitario sino como modo de
contribuir —desde mis aciertos y mis torpezas— a que aquel impulso del 75 no se
oxide. La militancia no define lo que escribo aquí, pero tampoco la escondo:
forma parte del adulto que escribe estas líneas, igual que el silencio familiar
formó parte del niño que las inspira.
Del 20-N en adelante, España fue aprendiendo a hablar en voz
alta: a discutir, a disentir, a votar, incluso a equivocarse. Eso es lo que más
me conmueve cuando vuelvo a aquel niño que fui: crecimos en un país que se
estaba educando a sí mismo a ser libre. No es poca cosa.
La Transición: ni altar, ni papel mojado
No creo en la Transición como mito fundacional perfecto. Creo
en ella como un esfuerzo imperfecto pero imprescindible. Fue un puente: algunos
de sus maderos estaban torcidos, otros mal clavados, otros crujían al paso.
Pero era un puente. Y lo cruzamos sin que se rompiera. De aquel trayecto salió
una Constitución que llevamos décadas estirando, reformando mentalmente, aunque
no tanto en letra, criticando a ratos y defendiendo siempre que ha sido
necesario.
Hoy, sin embargo, noto una peligrosa comodidad ideológica
entre quienes piensan que la democracia está garantizada por inercia histórica.
Que basta con haber crecido en ella para que se mantenga sola. No es así. Nada
se mantiene solo, ni siquiera aquello que parece más sólido. Y un país, igual
que un niño, puede crecer… o puede encogerse.
Mientras España se abría como una ventana cerrada durante
décadas, fuimos concibiendo la Transición como un pacto entre generaciones que
habían vivido demasiado calladas. No fue un relato épico ni un error
monumental, como a veces se caricaturiza desde los extremos. Fue un acuerdo
imperfecto entre personas que venían de mundos incompatibles y decidieron, con
más pragmatismo que romanticismo, que la convivencia era mejor que la ruptura.
Pero si algo me parece decisivo decir hoy —desde este
presente sembrado de amnesias voluntarias— es que idealizar la Transición se
ha convertido en la coartada perfecta para quienes no quieren afrontar el
debate sobre la memoria democrática. Hay sectores de la derecha que repiten
el mantra de que “todo quedó cerrado en 1978”, como si la Democracia fuera un
expediente archivado y no un organismo vivo. Como si recordar fuese abrir
heridas, y no reconocerlas para que no vuelvan a sangrar.
Esa apelación constante a una Transición casi sacralizada,
donde “todos cedieron” y por tanto “ya no toca hablar del pasado”, sirve hoy
como cortina de humo para no rechazar con contundencia el revisionismo ultra.
El argumento suena así: “si ya nos reconciliamos entonces, ¿para qué
recordar?”. Y lo que no dicen es que la reconciliación no es un cheque en
blanco que permite a otros reescribir el pasado sin pagar el coste político.
La Transición no fue un pacto de olvido: fue un pacto de
convivencia. Pero convivir implica asumir la verdad, no sustituirla por una
versión cómoda. Y cuando la derecha contemporánea se niega a llamar dictadura a
la dictadura, o se refugia en el “no reabramos el pasado” para no perder votos
hacia su derecha, traiciona el espíritu real de aquel proceso: el de avanzar
juntos, sí, pero sobre bases firmes y reconocibles.
La Transición no se defiende congelándola en una postal de
consenso: se defiende entendiendo que aquel acuerdo no nos dispensó de
seguir aprendiendo memoria democrática. Lo que se cerró entonces fue un
capítulo; lo que no se cerró, ni puede cerrarse, es su interpretación.
El problema es olvidar que el camino no se termina nunca
Medio siglo después de aquel 20-N de 1975, miro alrededor con
una mezcla de inquietud y responsabilidad. No porque tema volver exactamente al
pasado —la historia nunca se repite de forma idéntica—, sino porque veo cómo se
debilitan los reflejos democráticos que creíamos adquiridos. Vuelven discursos
que trivializan el franquismo, que lo presentan como una época de orden o
estabilidad, que juegan con la tentación de reducirlo todo a una batalla
cultural donde la memoria es apenas un hashtag.
Cuando escucho a ciertos líderes políticos, a gente joven que
ni había nacido en aquellos años, a nostálgicos de la dictadura, cuando escucho
en ciertas “conversaciones” de barra de chigre hablar del franquismo como si
hubiese sido un paréntesis administrativamente eficiente, o de la dictadura
como si hubiera sido una especie de régimen severo pero paternal, me pregunto
qué queda de todo lo aprendido. Me pregunto qué habría pensado aquel niño de
ocho años si hubiera podido ver a gente justificando lo que sus padres no se
atrevían ni a nombrar.
Ese negacionismo histórico y ese revisionismo que la extrema
derecha propaga con una soltura asombrosa no serían tan preocupantes si no
encontraran eco —a veces deliberado, otras por puro cálculo político— en
sectores de la derecha tradicional. Y ahí es donde se rompe algo. Ahí es donde
uno recuerda al niño de 1975 escuchando silencios y comprende que hay peligros
que vuelven primero como bromas, luego como eslóganes y finalmente como
certezas impostadas.
No se trata de reabrir heridas: se trata de impedir que
quienes nunca las llevaron encima decidan por nosotros qué cicatrices valen y
cuáles no. La memoria no es un arma; es un cinturón de seguridad democrático.
Cuando se afloja, el viaje se vuelve peligroso. Lo que está en juego no es un
debate académico: es la base emocional de nuestra convivencia. Si negamos el
pasado, nos quedamos sin brújula. Y cuando un país pierde la brújula, siempre
aparece alguien dispuesto a decirle por dónde caminar. Y casi nunca es por un
buen camino.
La esperanza persiste. Una esperanza activa, no pasiva
Hay quienes dicen que vivimos tiempos oscuros. Yo digo que
vivimos tiempos exigentes. La diferencia es importante. Porque la Democracia,
pese a todo, sigue siendo fuerte. Ha madurado. Tiene instituciones, tiene
ciudadanía activa, tiene una generación que ya no es aquella del silencio, sino
la del debate constante. Una ciudadanía que protesta, que se organiza, que
vota, que exige. Y ahí reside mi esperanza.
No me dejo llevar por el fatalismo. España ha demostrado que
sabe levantarse. Que sabe discutir, votar, protestar, rectificar. Que es más
fuerte que sus sombras. Lo que no puede permitirse es dormirse. Porque los
derechos no se mantienen solos; las instituciones no se protegen solas; la
convivencia no se renueva por arte de magia.
La esperanza existe, sí. Pero no como consuelo. Existe como
tarea. La Democracia española tiene cicatrices, pero también un músculo cívico
formidable. Tiene memoria, aunque algunos quieran borrarla. Tiene ciudadanos
que exigen, protestan, participan. Y tiene jóvenes que, aunque no vivieron la
Transición, entienden que el futuro no se improvisa. Lo que falta —lo que nunca
debería faltar— es la decisión de defenderla cada día. De explicarla. De
contarla. De confrontar el revisionismo sin miedo. De recordar que el pasado no
es un estorbo, sino una brújula.
La historia no avanza sola. La Democracia no es un souvenir
El niño de ocho años que vio a un país despertando entiende
hoy que la Democracia no solo necesita leyes: necesita cultura democrática. Una
capacidad colectiva de distinguir entre la crítica legítima y el veneno del
negacionismo; entre la discrepancia política y la demolición institucional;
entre el debate sano y el ruido interesado. Si algo aprendí de aquel niño de
1975 es que los silencios dicen más que las palabras. Y ahora, cuando escucho
silencios cómplices ante el revisionismo o ante ataques directos a la
institucionalidad democrática, sé que no podemos permitirnos callar. Porque los
silencios, igual que en mi casa, igual que en tantas casas, aquel 20-N, suelen
anunciar algo grave.
La Democracia no se defiende solo apelando a la nostalgia ni
envolviéndose en la bandera. Se defiende con educación, con memoria, con debate
serio, con instituciones fuertes, con ciudadanía crítica. Y con política. Sí,
también con política: política entendida no como trinchera, sino como
herramienta para mejorar la vida de las personas. La Democracia no es un
recuerdo de la Transición, ni un trofeo constitucional. Es una tarea diaria.
Una conversación incómoda. Una vigilancia activa. Una decisión que se toma cada
día, incluso cuando parece obvio tomarla.
Desde la lucidez, no exenta de cierto temor, que da haber
visto un país transformarse a sí mismo, quisiera dejar una observación final. Los
retrocesos democráticos no empiezan con golpes de Estado; empiezan con miradas
hacia otro lado, porque la Democracia no se hereda ni se celebra: se
ejerce, se recuerda y se defiende. Todos los días.
El niño que fui no lo sabía. El adulto que soy lo tiene
claro: el futuro no se contempla. Se construye para seguir ganándolo. Y
también, si nos descuidamos, se pierde.