lunes, 15 de diciembre de 2025

SOMBRAS Y ESPERANZA DE UNA MILITANCIA HERIDA

La actualidad nos ha devuelto un espejo incómodo: el de una militancia socialista golpeada por la decepción, pero que sigue en pie. Cuando la casa socialista cruje, el ruido no se queda dentro: se oye en la calle, en las instituciones y en un país que no puede permitirse más desencanto. Entre las sombras recientes y la firmeza moral de la mayoría militante, late la esperanza de un socialismo que merece más que sus tropiezos y que reclama, con dignidad y coherencia, volver a estar a la altura de sus propios valores.

Hay días que amanecen con noticias que posibilitan flamear el viejo orgullo socialista como una bandera recién planchada, roja y limpia, casi ontológica. Y hay otros en que la militancia, la histórica y la más reciente, la de viejas cicatrices y la de pocos o ningún rasguño, en definitiva, toda esa militancia de convicciones, siente que el techo del partido le chorrea encima una humedad agria, una mezcla de decepción, cansancio y vergüenza que no debería tener cabida en una casa fundada para redimir precisamente lo contrario: la injusticia.

La realidad nos ha golpeado como un portazo mal dado en el cuarto oscuro del socialismo: investigaciones judiciales en torno a prácticas irregulares que nadie debería haber siquiera imaginado en nuestra casa, y denuncias de acoso que ponen la piel fría porque no se trata de una batalla política, sino de una herida en los principios más elementales de la igualdad. No hace falta entrar en detalles. Ya llevan días revolcándose en todos los telediarios, dando carnaza a las tertulias de chigre, radio y televisión, y proporcionando material inflamable a quienes disfrutan viendo tambalearse al proyecto socialista, porque cuando el socialismo se tambalea por sus propias sombras, no solo sufre un partido: se resiente también la confianza democrática de un país entero.

Sin embargo, los golpes más duros no vienen de fuera. Vienen de dentro. De la conciencia, ese espejo incómodo donde se miraban los viejos maestros del movimiento obrero, el mismo del que hoy, a veces, cuesta no apartar la vista.

Pablo Iglesias —el nuestro, el fundador, el tipógrafo combativo, no el de las modernidades televisadas— advirtió hace más de un siglo que “la moral socialista exige la mayor rectitud en los actos públicos y privados”. No era poesía; era doctrina. Hoy esa frase pesa como plomo. Porque si algo hemos defendido siempre es que la limpieza ética no es un adorno, sino la argamasa misma del proyecto.

Y Julián Besteiro, ese hombre de una honradez casi dolorosa, ya nos avisó de que “la política sin ética es la ruina de los pueblos”. ¿Cómo no estremecerse al ver nuestra propia casa rozar esos bordes donde empieza la ruina moral? Besteiro nos enseñó que la honestidad no es compatible con la sumisión al aparato cuando éste yerra, y que la disciplina no es un silencio temeroso, sino una responsabilidad militante.

Indalecio Prieto, que vivió el socialismo como una fe sin clericalismos, escribió que “no hay causa más triste que la de un socialista que olvida la vergüenza”. Pues bien, en la coyuntura actual creo que es imprescindible intentar no olvidarla.

El feminismo como bandera pese a las sombras

Pero si la corrupción es un cáncer, las denuncias de acoso son un espejo roto que refleja una realidad que hiere doblemente. Hiere a las mujeres que lo sufren y hiere la lucha de décadas para que la igualdad no sea solo un eslogan para días señalados.

Clara Campoamor —a quien algunos intentan reducir a una anécdota parlamentaria— decía que “la libertad se aprende ejerciéndola, la igualdad se aprende defendiéndola” Defenderla, seguir defendiendo la igualdad, también supone mirar hacia dentro para preguntarnos por qué algunas denuncias solo encontraron eco cuando ya eran estruendo.

Federica Montseny, más cerca del anarquismo que del socialismo, pero igualmente incansable luchadora por la justicia social, decía que “no se puede construir un mundo más humano con métodos inhumanos”. Eso incluye, desde luego, frenar la más mínima sombra de abuso, venga de donde venga, sin escudos de siglas ni camarillas internas.

No basta con protocolos. No basta con comunicados de laboratorio. Hace falta verdad, valentía y ejemplaridad, tres palabras que pertenecen al viejo manual de la militancia que, en según qué tiempos, apenas se hojea.

Una militancia ante el espejo

Creo que, al igual que yo, hay una militancia que se siente herida. Herida, pero no vencida. Y desde esa herida, antes incluso de la reflexión, es necesario dejar escrito, con tinta amarga pero honesta, que lo que está saliendo a la luz merece una repulsa frontal, sin matices, sin paños calientes, sin ninguna suavidad institucional que pudiera pretender maquillar lo que no tiene arreglo. No hablo de errores humanos, ni de torpezas administrativas; hablo de comportamientos que violentan los principios más básicos del socialismo, que pisotean décadas de lucha por la igualdad y que nos arrojan, de golpe, al fango moral que siempre prometimos combatir. Rechazo estos hechos de forma absoluta, como militante que no concibe el partido como un escudo para la impunidad y como socialista que sabe que la dignidad de las personas está por encima de cualquier sigla. Si alguien cree que estas miserias pueden relativizarse, esconderse o amortiguarse, que sepa que está más lejos del socialismo que cualquier adversario político.

Precisamente porque seguimos creyendo en este proyecto, representándolo en las instituciones, desempeñando responsabilidades orgánicas, desde la sencilla militancia o desde la mera simpatía y cercanía con sus principios, sentimos la obligación de indignarnos, la responsabilidad de no conformarnos, de no tragar con explicaciones tibias ni con una trivial liturgia de las responsabilidades. Si algo heredamos de quienes nos antecedieron es la convicción de que un socialista o una socialista jamás bajan la cabeza ante la injusticia, ni siquiera ante la que nace en su propia casa.

La esperanza como disciplina moral

Las grietas en la casa socialista no son solo un problema interno: dejan pasar el frío a un país que necesita certezas, derechos y rumbo. Las sombras no pueden anclarnos en la penumbra. No debemos permitir que eso ocurra porque sería una traición a la propia naturaleza del socialismo, que tanta esperanza supuso para millones de personas a lo largo de sus más de 145 años de existencia. Dijo nuestro fundador Pablo Iglesias que “el socialismo no promete paraísos; promete lucha”. A esa lucha debemos seguir agarrándonos para continuar generando esperanza. La decepción es grande, sin duda. Pero la causa es más grande aún.

El proyecto progresista que representa el PSOE que ha traído derechos, libertades y dignidad a varias generaciones no puede quedar a merced de quienes olvidan los principios, ni de quienes creen que el partido es un trampolín personal, una red clientelar o un salón privado. El socialismo no nació para venerar nombres propios. Nació para defender valores. Y esos valores —igualdad, justicia, dignidad, solidaridad— siguen intactos cuando quienes los representan fallan.

La militancia herida sigue aquí. Y de pie. Herida, pero de pie. Sabiendo, además, que, como dijo Besteiro, “la moral es la fuerza invencible de las grandes ideas”. Ese es el socialismo que quiero seguir defendiendo. No el de los titulares tóxicos. No el de los oportunistas. No el de los silencios cobardes. Sino el de la gente que todavía cree —creemos— que la justicia social no es un eslogan sino una forma de vida. Lo que ocurre en esta casa no es un asunto doméstico: afecta al pulso democrático del país y a la credibilidad de la política como herramienta de transformación.

Pero defender ese socialismo —el real, el de carne y contradicciones, el que no cabe en los slogans— exige también mirar hacia el futuro con un pulso político firme, sin dejar que los escándalos nos roben la agenda de lo importante. Porque el socialismo no se reduce a resistir, sino a proponer, a levantar país, a tejer mayorías donde otros solo ven trincheras. No debemos olvidar ni debemos dejar de poner en valor que fue con el PSOE con el que se alcanzaron las grandes conquistas de esta España moderna: la sanidad pública universal, las jubilaciones dignas, la educación como ascensor social, los derechos civiles, la igualdad entre hombres y mujeres, la integración europea, la convivencia democrática.

Todo esto —lo que de verdad transforma vidas— no puede quedar enterrado bajo la mugre moral de unos pocos. La política socialista no es una alfombra bajo la que esconder vergüenzas, sino un proyecto nacional de justicia, una arquitectura de derechos que hay que defender incluso cuando la estructura interna cruje.

Y ya que hablamos de responsabilidades, conviene mirar también hacia dentro sin pestañear. Porque en esta casa herida empieza a oler, en algunos rincones, a ajuste de cuentas disfrazado de regeneración, a cuchillo afilado con sonrisa de asamblea. Tan nocivo es tapar las grietas con consignas como aprovechar el derrumbe para salir a cazar cabezas mayores, disparando como quien aprovecha la tormenta para saldar viejos rencores. No es tiempo de cerrar filas con los ojos vendados, pero tampoco de abrir fuego amigo con munición gruesa. Confundir la depuración ética con la vendetta personal es otra forma —más cínica, quizá— de traicionar al socialismo. Porque quien hoy utiliza el dolor colectivo como palanca para debilitar al liderazgo elegido no está pensando en el proyecto ni en la militancia, sino en su propia biografía mal digerida. La crítica honesta fortalece; la deslealtad oportunista solo deja escombros.

Es el momento de hacer política de la buena: esa que no recula ante los gritos ni se amedrenta ante los retrocesos culturales; la que reivindica un Estado social fuerte cuando otros lo quieren reducir a souvenir; la que sabe que la igualdad no se mantiene sola, sino que se cultiva, se financia, se legisla y se protege; la que sigue construyendo para las mayorías, aunque a veces las minorías gritonas parezcan secuestrar el debate público.

Porque, al final, el socialismo en el que creo no es una reliquia sentimental, sino una tarea política, un programa vivo que exige rigor moral, sí, pero también audacia estratégica. España está llena de desafíos —la desigualdad que cambia de piel, la vivienda imposible, la precariedad que no se jubila, el machismo que siempre encuentra nuevas máscaras, la digitalización que deja gente atrás, el territorio que sangra abandono—, y un socialismo decente no se permite el lujo de quedarse en la melancolía.

Ese es el compromiso: sanear la casa para que el país no pague las goteras, recuperar la credibilidad para seguir ampliando derechos, y recordar que un proyecto de izquierdas se sostiene tanto por sus principios como por su capacidad para mejorar el día a día de la gente.

Mientras quede una sola alma socialista indignada pero firme, la casa podrá tener sombras, pero no se derrumbará. Porque la esperanza, cuando nace del compromiso y no de la ingenuidad, es más fuerte que cualquier escándalo, más duradera que cualquier deslealtad y más luminosa que cualquier mancha. Y así debemos seguir sosteniendo esa esperanza. Con rabia, con tristeza, con memoria, pero también con convicción. Porque el socialismo, cuando se hace bien, no traiciona nunca.