La actualidad nos ha devuelto un espejo incómodo: el de una militancia socialista golpeada por la decepción, pero que sigue en pie. Cuando la casa socialista cruje, el ruido no se queda dentro: se oye en la calle, en las instituciones y en un país que no puede permitirse más desencanto. Entre las sombras recientes y la firmeza moral de la mayoría militante, late la esperanza de un socialismo que merece más que sus tropiezos y que reclama, con dignidad y coherencia, volver a estar a la altura de sus propios valores.
Hay días que amanecen con noticias que posibilitan flamear el
viejo orgullo socialista como una bandera recién planchada, roja y limpia, casi
ontológica. Y hay otros en que la militancia, la histórica y la más reciente,
la de viejas cicatrices y la de pocos o ningún rasguño, en definitiva, toda esa
militancia de convicciones, siente que el techo del partido le chorrea encima
una humedad agria, una mezcla de decepción, cansancio y vergüenza que no
debería tener cabida en una casa fundada para redimir precisamente lo
contrario: la injusticia.
La realidad nos ha golpeado como un portazo mal dado en el
cuarto oscuro del socialismo: investigaciones judiciales en torno a
prácticas irregulares que nadie debería haber siquiera imaginado en nuestra
casa, y denuncias de acoso que ponen la piel fría porque no se trata de
una batalla política, sino de una herida en los principios más elementales de
la igualdad. No hace falta entrar en detalles. Ya llevan días revolcándose en
todos los telediarios, dando carnaza a las tertulias de chigre, radio y
televisión, y proporcionando material inflamable a quienes disfrutan viendo
tambalearse al proyecto socialista, porque cuando el socialismo se tambalea por
sus propias sombras, no solo sufre un partido: se resiente también la confianza
democrática de un país entero.
Sin embargo, los golpes más duros no vienen de fuera. Vienen
de dentro. De la conciencia, ese espejo incómodo donde se miraban los
viejos maestros del movimiento obrero, el mismo del que hoy, a veces, cuesta no
apartar la vista.
Pablo Iglesias —el nuestro, el fundador, el tipógrafo
combativo, no el de las modernidades televisadas— advirtió hace más de un siglo
que “la moral socialista exige la mayor rectitud en los actos públicos y
privados”. No era poesía; era doctrina. Hoy esa frase pesa como plomo.
Porque si algo hemos defendido siempre es que la limpieza ética no es un
adorno, sino la argamasa misma del proyecto.
Y Julián Besteiro, ese hombre de una honradez casi dolorosa,
ya nos avisó de que “la política sin ética es la ruina de los pueblos”.
¿Cómo no estremecerse al ver nuestra propia casa rozar esos bordes donde
empieza la ruina moral? Besteiro nos enseñó que la honestidad no es compatible
con la sumisión al aparato cuando éste yerra, y que la disciplina no es un
silencio temeroso, sino una responsabilidad militante.
Indalecio Prieto, que vivió el socialismo como una fe sin
clericalismos, escribió que “no hay causa más triste que la de un socialista
que olvida la vergüenza”. Pues bien, en la coyuntura actual creo que es
imprescindible intentar no olvidarla.
El feminismo como bandera pese a las sombras
Pero si la corrupción es un cáncer, las denuncias de acoso son
un espejo roto que refleja una realidad que hiere doblemente. Hiere a las
mujeres que lo sufren y hiere la lucha de décadas para que la igualdad no sea
solo un eslogan para días señalados.
Clara Campoamor —a quien algunos intentan reducir a una
anécdota parlamentaria— decía que “la libertad se aprende ejerciéndola, la
igualdad se aprende defendiéndola” Defenderla, seguir defendiendo la
igualdad, también supone mirar hacia dentro para preguntarnos por qué algunas
denuncias solo encontraron eco cuando ya eran estruendo.
Federica Montseny, más cerca del anarquismo que del
socialismo, pero igualmente incansable luchadora por la justicia social, decía
que “no se puede construir un mundo más humano con métodos inhumanos”. Eso
incluye, desde luego, frenar la más mínima sombra de abuso, venga de
donde venga, sin escudos de siglas ni camarillas internas.
No basta con protocolos. No basta con comunicados de
laboratorio. Hace falta verdad, valentía y ejemplaridad, tres palabras
que pertenecen al viejo manual de la militancia que, en según qué tiempos,
apenas se hojea.
Una militancia ante el espejo
Creo que, al igual que yo, hay una militancia que se siente
herida. Herida, pero no vencida. Y desde esa herida, antes incluso de la
reflexión, es necesario dejar escrito, con tinta amarga pero honesta, que lo
que está saliendo a la luz merece una repulsa frontal, sin matices, sin paños
calientes, sin ninguna suavidad institucional que pudiera pretender maquillar
lo que no tiene arreglo. No hablo de errores humanos, ni de torpezas
administrativas; hablo de comportamientos que violentan los principios más
básicos del socialismo, que pisotean décadas de lucha por la igualdad y que nos
arrojan, de golpe, al fango moral que siempre prometimos combatir. Rechazo
estos hechos de forma absoluta, como militante que no concibe el partido
como un escudo para la impunidad y como socialista que sabe que la dignidad de
las personas está por encima de cualquier sigla. Si alguien cree que estas
miserias pueden relativizarse, esconderse o amortiguarse, que sepa que está más
lejos del socialismo que cualquier adversario político.
Precisamente porque seguimos creyendo en este proyecto,
representándolo en las instituciones, desempeñando responsabilidades orgánicas,
desde la sencilla militancia o desde la mera simpatía y cercanía con sus
principios, sentimos la obligación de indignarnos, la responsabilidad de
no conformarnos, de no tragar con explicaciones tibias ni con una trivial
liturgia de las responsabilidades. Si algo heredamos de quienes nos
antecedieron es la convicción de que un socialista o una socialista jamás
bajan la cabeza ante la injusticia, ni siquiera ante la que nace en su
propia casa.
La esperanza como disciplina moral
Las grietas en la casa socialista no son solo un problema
interno: dejan pasar el frío a un país que necesita certezas, derechos y rumbo.
Las sombras no pueden anclarnos en la penumbra. No debemos permitir que eso
ocurra porque sería una traición a la propia naturaleza del socialismo, que tanta
esperanza supuso para millones de personas a lo largo de sus más de 145 años de
existencia. Dijo nuestro fundador Pablo Iglesias que “el socialismo no
promete paraísos; promete lucha”. A esa lucha debemos seguir agarrándonos
para continuar generando esperanza. La decepción es grande, sin duda. Pero la
causa es más grande aún.
El proyecto progresista que representa el PSOE que ha traído
derechos, libertades y dignidad a varias generaciones no puede quedar a merced
de quienes olvidan los principios, ni de quienes creen que el partido es un
trampolín personal, una red clientelar o un salón privado. El socialismo no
nació para venerar nombres propios. Nació para defender valores. Y esos valores
—igualdad, justicia, dignidad, solidaridad— siguen intactos cuando quienes
los representan fallan.
La militancia herida sigue aquí. Y de pie. Herida, pero de
pie. Sabiendo, además, que, como dijo Besteiro, “la moral es la fuerza
invencible de las grandes ideas”. Ese es el socialismo que quiero seguir
defendiendo. No el de los titulares tóxicos. No el de los oportunistas. No
el de los silencios cobardes. Sino el de la gente que todavía cree —creemos—
que la justicia social no es un eslogan sino una forma de vida. Lo que
ocurre en esta casa no es un asunto doméstico: afecta al pulso democrático del
país y a la credibilidad de la política como herramienta de transformación.
Pero defender ese socialismo —el real, el de carne y
contradicciones, el que no cabe en los slogans— exige también mirar hacia el
futuro con un pulso político firme, sin dejar que los escándalos nos roben la
agenda de lo importante. Porque el socialismo no se reduce a resistir, sino a proponer,
a levantar país, a tejer mayorías donde otros solo ven
trincheras. No debemos olvidar ni debemos dejar de poner en valor que fue con
el PSOE con el que se alcanzaron las grandes conquistas de esta España moderna:
la sanidad pública universal, las jubilaciones dignas, la educación como
ascensor social, los derechos civiles, la igualdad entre hombres y mujeres, la
integración europea, la convivencia democrática.
Todo esto —lo que de verdad transforma vidas— no puede quedar
enterrado bajo la mugre moral de unos pocos. La política socialista no es una
alfombra bajo la que esconder vergüenzas, sino un proyecto nacional de
justicia, una arquitectura de derechos que hay que defender incluso cuando
la estructura interna cruje.
Y ya que hablamos de responsabilidades, conviene mirar
también hacia dentro sin pestañear. Porque en esta casa herida empieza a oler,
en algunos rincones, a ajuste de cuentas disfrazado de regeneración, a
cuchillo afilado con sonrisa de asamblea. Tan nocivo es tapar las grietas con
consignas como aprovechar el derrumbe para salir a cazar cabezas mayores,
disparando como quien aprovecha la tormenta para saldar viejos rencores. No
es tiempo de cerrar filas con los ojos vendados, pero tampoco de abrir fuego amigo
con munición gruesa. Confundir la depuración ética con la vendetta personal
es otra forma —más cínica, quizá— de traicionar al socialismo. Porque quien hoy
utiliza el dolor colectivo como palanca para debilitar al liderazgo elegido no
está pensando en el proyecto ni en la militancia, sino en su propia biografía
mal digerida. La crítica honesta fortalece; la deslealtad oportunista solo deja
escombros.
Es el momento de hacer política de la buena: esa que no
recula ante los gritos ni se amedrenta ante los retrocesos culturales; la que
reivindica un Estado social fuerte cuando otros lo quieren reducir a souvenir;
la que sabe que la igualdad no se mantiene sola, sino que se cultiva, se
financia, se legisla y se protege; la que sigue construyendo para las mayorías,
aunque a veces las minorías gritonas parezcan secuestrar el debate público.
Porque, al final, el socialismo en el que creo no es una
reliquia sentimental, sino una tarea política, un programa vivo que
exige rigor moral, sí, pero también audacia estratégica. España está llena de
desafíos —la desigualdad que cambia de piel, la vivienda imposible, la
precariedad que no se jubila, el machismo que siempre encuentra nuevas
máscaras, la digitalización que deja gente atrás, el territorio que sangra
abandono—, y un socialismo decente no se permite el lujo de quedarse en la
melancolía.
Ese es el compromiso: sanear la casa para que el país no
pague las goteras, recuperar la credibilidad para seguir ampliando
derechos, y recordar que un proyecto de izquierdas se sostiene tanto por sus
principios como por su capacidad para mejorar el día a día de la gente.
Mientras quede una sola alma socialista indignada pero firme, la casa podrá tener sombras, pero no se derrumbará. Porque la esperanza, cuando nace del compromiso y no de la ingenuidad, es más fuerte que cualquier escándalo, más duradera que cualquier deslealtad y más luminosa que cualquier mancha. Y así debemos seguir sosteniendo esa esperanza. Con rabia, con tristeza, con memoria, pero también con convicción. Porque el socialismo, cuando se hace bien, no traiciona nunca.