Lo que ha venido denominándose primavera de la Iglesia tras la elección
como Papa del cardenal Bergoglio, sólo ha conseguido personificarse a lo largo
de estos dos años de pontificado en el estilo y la imagen de Francisco, pero no
ha germinado más allá de los brotes verdes que suponen sus gestos de cercanía y
sencillez. Y no lo ha hecho porque en líneas generales, tanto dentro de la
Iglesia como fuera de ella, es mayor la empatía con su persona que con la
institución que representa. El alto grado de simbolismo de sus gestos y su
proximidad sincera a realidades que empobrecen a las personas y atentan contra
su dignidad, han convertido a Francisco en un líder mundial de referencia. Su
claro objetivo de reformar la estructura interna de la iglesia en todos los
ámbitos y el cambio de foco doctrinal con una orientación pastoral más cercana
al evangelio que a la ley, le han
granjeado una fuerte oposición por parte de estructuras de poder curial y de no
pocos sectores episcopales.
Durante el largo pontificado de
Juan Pablo II se desarrolló todo un corpus de interpretación doctrinaria, que se
erigió en la salvaguarda de la pureza espiritual y terrenal de la Iglesia y estigmatizó
toda referencia práctica al Concilio Vaticano II, al que pasó a considerarse
una especie de enemigo interior que ponía en peligro la existencia propia de la
Iglesia por su aggiornamiento con el
conjunto de la sociedad. En una salida adelante, sin solución de continuidad
frente a las pautas reformadoras del Papa actual, hay sectores dentro de la
propia Iglesia que ven en Francisco una especie de Mefistófeles que viene a
rematar la obra que, según ese integrismo doctrinario, el Concilio Vaticano II
no logró.
Analizando la dialéctica
reformadora de estos dos años de papado, no pocas veces me ha venido al
pensamiento el pasaje evangélico en que Jesús expulsa a los mercaderes del templo.
Lejos de ser una incitación a la violencia creo que es un momento humano de
quien profundiza en aspectos éticos y sociales de su época y de quién, sobre
todo, cuestiona de forma radical las tradiciones, el magisterio y las
instituciones de su tiempo. Ese gesto de Jesús de expulsar a los mercaderes del
templo es un acto de celo reformador, que llega a la raíz misma de donde brotan
los abusos. Expulsa a vendedores y compradores no para mejorar el comercio impidiendo un enriquecimiento ilícito de los
vendedores, sino para dar fin al modelo de recurrir a los sacrificios para
agradar a su Dios. No vuelca las mesas de los cambistas de moneda por la
existencia de una mala administración, sino para corregir el uso fundamental
del templo.
Siempre en busca de canonjías más
materiales que espirituales, los modernos mercaderes pueden ocupar sedes
curiales, episcopales o atalayas doctrinarias bien pensantes, pero también los
bancos de las misas dominicales sólo preocupados de sí mismos. Por eso, en el cambio de rumbo que se
vislumbra hay un camino aún muy largo por recorrer y es tarea de todos los creyentes
cristianos superar esa concepción utilitarista de la Iglesia como expendedora
de sacramentos, certificados e idoneidades varias, para alcanzar la auténtica nueva primavera que nos ayude a
construir un mundo mejor.