Decir que las religiones nunca se
han llevado bien con las mujeres no es ninguna novedad, pero no está de más
recordarlo porque en esa lucha constante e imparable por establecer un digno
papel para la mujer en el protagonismo histórico, en el de las religiones en
especial, las mujeres siempre han sido las grandes perdedoras. El imaginario
religioso de clérigos, imanes, rabinos, lamas, gurús, pastores, maestros
espirituales sobre la mujer se ha elaborado a partir de la consideración como
válidos en todo tiempo y lugar de libros sagrados escritos en lenguaje
patriarcal y mentalidad ciertamente misógina. Subir al altar, dirigir la
oración comunitaria en la mezquita o presidir el servicio religioso en las
sinagogas son parte de una realidad en la que sólo los varones pueden acceder
al ámbito sagrado, por lo que se sienten legitimados divinamente para imponer
su cosmovisión.
Particularmente la iglesia
católica incurre en dos falacias en lo que se refiere al papel de la mujer. Una
es sostener la orientación innata de las mujeres hacia la religión, resaltando
para ello que las mujeres son las mejores transmisoras de la fe y las
enseñanzas religiosas en la familia. La otra es la aseveración de que Jesús no
eligió entre los apóstoles a ninguna mujer. Lo primero es un estereotipo que
nace del olvido de que tradicionalmente a las mujeres es a quienes más se ha
inducido hacia una determinada educación y aprendizaje, inoculándoles un
sentimiento religioso que no hacía más que reproducir la organización
patriarcal y androcéntrica de su religión. Lo segundo nace del temor de la
jerarquía, como si cualquier mujer que defiende sus derechos dentro de la
iglesia estuviese reclamando la ordenación. Y no se trata de eso, sino de que
el evangelio empuja de abajo a arriba dentro de una comunidad circular en la
que sólo hay, sólo debería haber, hermanos y hermanas sin necesidad de reclamar
sus derechos. De todas formas, utilizar a Jesús para cerrar el paso a la
ordenación sacerdotal de las mujeres entra en flagrante contradicción con lo
que hacen otras iglesias cristianas ordenando a mujeres y reconociéndoles
funciones sacerdotales y episcopales. Sólo una hermenéutica de los textos
bíblicos en clave de género nos proporcionará la auténtica dimensión del cristianismo
como liberador del ser humano e igualitario entre hombres y mujeres, porque la
singularidad de Jesús sobre las mujeres es la falta de singularidad. No buscó
un lugar especial para ellas, sino el mismo lugar para toda la humanidad.
Pese al mensaje igualitario y
solidario del Evangelio, en el siglo XIX la iglesia perdió a la clase obrera
por colocarse del lado de quienes les explotaban y condenar las revoluciones sociales,
en el siglo XX perdió a los jóvenes y los intelectuales por sus posiciones
integristas alejadas de los climas de modernidad y, si continuamos por esta
senda patriarcal, en el siglo XXI perderá a las mujeres. Cambiar esquemas
siempre es algo difícil y complicado, pero es un imperativo ético de toda la
sociedad plantearse cambios que rompan los atávicos esquemas de un machismo
ancestral.
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