Señalaba Manuel Sacristán que las hipótesis revolucionarias
no se pueden demostrar, sólo se puede argumentar que son posibles para después
luchar por ellas. En tal sentido, la diatriba de Pablo Casado en la tribuna del
Congreso de los Diputados durante la moción de censura presentada por VOX fue declarar
que su revolución frente a VOX era
posible. Ahora le queda luchar por ella. Pero de eso es de lo que no hay
certezas, por más que haya quienes vean en su intervención parlamentaria una
fuente de esperanza que, desde luego, no todos alcanzamos a percibir.
Reconozco que pedir tal demostración resulta retórico, y
hasta provocador hacerlo con una argumentación que se asienta en un filósofo
marxista, pero no cabe otro planteamiento frente al gatopardismo, “si queremos
que todo siga como está es preciso que todo cambie”, que subyace en el
análisis del discurso que hace la prensa amiga (basta contemplar las portadas
del día siguiente de ABC, LA RAZÓN o EL MUNDO), en algún tweet de García Egea
en el que persiste en el frentismo y la exclusión para llevar a cabo un mandato
constitucional como es la renovación del CGPJ, o en los desahogos que vierten
en distintas RRSS algunos acérrimos seguidores. La escenificada huida de Colón
parece más de palabra que de obra, y por supuesto de omisión.
La esencia del discurso de Casado estuvo escondida tras las
explosivas llamaradas que dirigió a VOX. La sustancia de su sermón estuvo en la
reiteración de los principios políticos neoliberales, como fórmula de gobierno
y solución de los problemas de la ciudadanía, y en la insistencia en
descalificar las medidas del Gobierno de España por ideológicas, arquetipo clásico de la derecha cuando ve desmoronarse
el pensamiento único. La utilización de la ideología como descalificación del
adversario es un tópico discursivo de la derecha en su estrategia de tensionar
a la sociedad en momentos de crisis como la actual que estamos viviendo por la
pandemia del COVID19. Nada nuevo en esa actitud según la cual sólo tiene
ideología el adversario y en la que lo que se propone directamente es el fin de
las ideologías, el fin de la historia tal como lo pronosticó Fukuyama, al que,
claro, también se refirió Casado en su discurso, a finales del siglo pasado. Esta
derecha ahora empeñada en huir de Colón utiliza la contraposición de aspectos
como la tecnocracia, el centrismo o la moderación, como fundamentos racionales,
prácticamente indiscutibles, de protección frente a lo que ellos llaman ideología dominante. Tanto ruido no es racionalidad.
Es un automatismo defensivo frente al progresivo menoscabo que el pensamiento
único viene manifestando en los últimos tiempos, porque tan ideológicos son el
compromiso social y el reformismo como el conformismo político. Lo que varía
son los efectos y el reflejo en la sociedad de la aplicación política de los
principios de cada opción.
El deterioro del pensamiento único al que las derechas son
tan propensas se exterioriza en toda su hondura con la crisis de la pandemia
por COVID-19, que muestra todas las debilidades de la era neoliberal. Golpea
primero aquellos lugares más conectados entre sí por la globalización, y con
mayor dureza a aquellos con sistemas sanitarios más precarios tras años de
austeridad y desinterés por la gestión pública, que se traduce en incapacidad
de lidiar con cualquier problema social. Las medidas adoptadas convergen en
cuarentenas más o menos voluntarias excepto para trabajadores/as esenciales, que pasan en cuestión de días de no ser
nadie a ser, a su pesar, héroes nacionales. El COVID-19 ha venido a demostrar
que el Estado puede movilizar recursos ingentes y organizar directamente la
producción de valores de uso esenciales. Será difícil volver a convencernos de
que no es posible hacerlo, difícil convencernos que el Green New Deal no es un
programa irrenunciable ante la amenaza existencial de la crisis climática. Frente
a intentos de cierre de la crisis reaccionarios y chovinistas, debe ser una
exigencia la cooperación internacional solidaria y la redistribución de
recursos y poder en beneficio de las personas. Trabajar mejor y no en trabajos
precarios en la construcción de un mundo diferente, un mundo no en un sentido
capitalista sino en el sentido de la relación necesariamente sostenible entre
el ser humano y la naturaleza. Esto es un proyecto político plausible y,
efectivamente, es ideología.
No es suficiente con la declamación desde la tribuna del
Congreso de tics retóricos que no van más allá de pretender borrar una foto sin
hacer desaparecer los principios que instruyeron su realización. No basta la refutación teórica ni
el pretendido papel de observadores impotentes en gobiernos respaldados por la
extrema derecha. Concentrar el discurso exclusivamente en exhibir moderación es
algo vacuo porque la moderación es una actitud que se puede mantener desde
distintas concepciones, no es exclusiva de una postura determinada, ni mucho
menos garantía de un posicionamiento no ideológico.
Desde la izquierda sigue haciendo falta más que nunca
convencer. Convencer para transformar. De nuevo abrir las grandes alamedas y dejar gustosamente a quienes se empeñan
en dividir, señalar y deslegitimar el papel, ahora sí de forma real, de
observadores impotentes.