"Para comunicarnos efectivamente, debemos darnos cuenta de que todos somos diferentes en la forma en que percibimos el mundo, y usar ese conocimiento como guía para comunicarnos con otros"
(Tony Robbins)
Cuando estalló la pandemia por el covid allá por la primavera de 2020 reconozco que era una de esas personas que pensaban que aquella situación nos ayudaría a sacar lo mejor del fondo de nuestro ser humano. Tenía el convencimiento de que aquella grave crisis que nos venía encima y afrontábamos como sociedad iba a traer algo bueno. Sacaría lo mejor de nosotros mismos, de nosotras mismas. Me equivoqué.
En lugar de avanzar de la mano, con unidad, remando en la
misma dirección para salir adelante y vencer la pandemia y sus consecuencias, enseguida
pudimos visualizar a través de las pantallas de las distintas cadenas de
televisiones la pléyade de todólogos
y todólogas que surgieron para
aconsejarnos y transmitirnos sus opiniones, convertidas en oráculos, sobre la
evolución de la pandemia, sobre las medidas que debían tomarse, sobre lo mal, o muy mal, de las medidas que los
gobiernos adoptaban. Y todo ello acabó transmutándose a la cotidianidad de
nuestras vidas a través de las plataformas tecnológicas, de las redes sociales
o de las ventanas de nuestras casas cuando aquellos aplausos ya olvidados, y a
la calle y los chigres cuando volvimos a estar en disposición de ocupar
nuestros espacios habituales de nuevo. Lo llamativo es que una pandemia
después, un proceso de vacunación después, un volcán en erupción después, una
guerra de Putin en Europa después y en la crisis actual que esa guerra genera,
en la gran mayoría de los casos, el método no ha variado y siguen siendo los
mismos todólogos quienes opinan y
pontifican sobre todo. Saben de todo y lo saben todo
Esa sabiduría total también es algo que seguimos teniendo en
lo más cercano. En nuestras redes sociales, por ejemplo, que son esa moderna inquisición
tecnológica a la que tanto nos hemos aficionado en sus diferentes y cada vez
más variadas modalidades. Facebook quizá sea la paradigmática aunque no es la
única, pero sí la que tiene una mayor proyección entre nuestras personas más
cercanas.
La postmodernidad nos ha brindado por doquier información en
grandes cantidades y en ritmos incontrolables lo que posibilita que muchas
personas expresen sus saberes y los compartan con el resto de la humanidad. Y
eso no es un problema en sí mismo, al contrario. Lo cuestionable viene después.
O, quizá, antes. Lo problemático se genera en el momento mismo en que una
persona decide compartir sus saberes y
decide también sus porqués para hacerlo. Infinitas son las razones que nos
mueven a compartir nuestros saberes,
seguramente una por persona que lo haga. Pero del tenor de lo compartido, del
estilo con el que se hace, de la metamorfosis profunda de opinión o recomendación a obligación que en la inmensa mayoría de las ocasiones acaba surgiendo del fondo de lo escrito,
surge la percepción (a mí me surge la percepción) de una toxicidad latente en
todas y cada una de las palabras utilizadas. Ahí sitúo el problema porque esa
toxicidad es el mensaje en sí mismo, más que el propio contenido de lo que se
quiere expresar/compartir. Que me perdone McLuhan, pero en este caso el mensaje es el medio. Con la presuntuosidad
propia de quien enarbola como bandera de meritocracia su instrucción académica
(refrendada en caso de haber finalizado los estudios con una amplia referencia
al currículo, o bien con el tan socorrido “estudios de …” en el caso de no haber
alcanzado a hacerlo), o bien con la soberbia y el engreimiento de la
proclamación como “autodidacta”, surge una panoplia de individuos, tipejos en
algún caso, que nos desbordan en conocimiento a los sencillos mortales y vomitan
en nuestros muros, entradas y/o conversaciones sus retahílas de profundidad de
los temas, que son absolutamente todos, en los que se han hecho especialistas
gracias a su instrucción y preparación. Saben de todo y lo saben todo.
Tengo pergeñado un pequeño esquema de la tipología de estos
seres que navegan por las redes sociales. Un método casero, muy de andar por
casa, para ordenar en mi esquema mental a estos cookies funcionales que nos
regalan el almacenamiento de sus amplios conocimientos sin pedirnos nada a
cambio. Basta con aguantarlos.
Establezco tres categorías de galletitas
del conocimiento en RRSS: Sabio, sabelotodo y bufón. Los sabios existen, sin
duda. Son una minoría, pero existen. Y aportan, a mí por lo menos, momentos de
reflexión y oportunidades de intercambio de ideas. La patita siempre les acaba
saliendo, pero el sabio posibilita que más personas se expresen y compartan con
el resto; el sabio reconoce en los demás un aporte valioso en lo que le
comparten (aunque no siempre, es cierto); el sabio, en fin, reconoce la
diferencia y respeta (es la palabra clave) el mundo del otro pese a lo que
considere equivocaciones de esa otra persona. Los sabelotodo abundan más que
los sabios. Presumen de ser sabios, se esfuerzan y aparentan ser cultos, pero elevan
sin complejos su, ciertamente existente, instrucción en temas específicos a la
categoría de conocimiento universal. El sabelotodo jamás se acerca a otras
opiniones por su propio contenido o interés, si no porque tiene el
convencimiento de la menor valía de todo lo que el resto de personas pueda
compartirle y, por supuesto, opinar y pensar. Al sabelotodo le fascina tener el
protagonismo. Vive encerrado en su mundo autocomplaciente en el que se
autoalimenta con sus propias especulaciones de la realidad y acaba incrustado
en un círculo, en una burbuja en el que solo cabe el que piensa, opina y cree como él. Jamás reconocerá su autoengaño porque tiene el convencimiento de que su
pragmatismo y altura intelectual están muy por encima de la del resto de los
sencillos mortales. El bufón añade a las características del sabelotodo algunas
píldoras (bueno, bastantes píldoras más) de arrogancia y soberbia que lo
esclavizan a una necesidad imperiosa de enaltecimiento y aplauso, porque en el fondo los necesita para
ser feliz, para intentarlo al menos. Y como nunca los logró por ser él mismo,
necesita el refrendo del engrandecimiento desmedido y la loa impostada que lo proyectan a la auténtica imagen de sí
mismo, la del bufón de la corte. Creerse gracioso, decirse desacomplejado o
definirse un hábil y directo comunicador, son algunas de las características de
quien se sabe el tonto útil que sus seguidores
esperan leer para lanzar mandobles a diestro y siniestro, pero jamás lo
reconocerá porque está encantado de serlo. Me quiero reír, pero no tengo ganas
de esforzarme así que haz algo gracioso o escribe en RRSS algo que me incite a
despotricar. Ahí entra el bufón. En la corte en su momento o en facebook ahora.
En 2019 coincidiendo con el segundo centenario de su inauguración, el Museo del
Prado realizó una encuesta uno de cuyas conclusiones fue que Las Meninas es el
cuadro más reconocido del museo por parte del conjunto de los españoles. Clarificador.
Velázquez pinta a la infanta Margarita rodeada de sus damas de honor, de sus
Meninas, y de otros personajes al servicio de su entretenimiento. Costumbrismo
cortesano del siglo XVII, remedo de tantas otras situaciones de grandes familias que en la España de los
siglos posteriores elevó a esta España nuestra a alguna de las más bajas cotas
de dignidad personal y familiar. ¡Milana bonita! Y ese, justo ese espacio donde
Velázquez pintó a Las Meninas, en la algarabía de indignidades y revolcones
personales con que el entretenedor soporta misteriosamente las chanzas y
risotadas del entretenido, es el que
necesita el bufón de las redes sociales, sin saberlo (¿o sí?), para
desarrollarse como influencer.
Freelance, claro, para no estar sometido a nada ni a nadie. Ponga un Nicolasito
Pertusato en su lista de amigos en facebook. Abundan, hay más de los que
pensamos.
En estos tiempos recios y en los que están llegando que lo
serán aún más se hace imprescindible eliminar la arrogancia y la prepotencia de
nuestra manera de actuar, de nuestro modo de estar en el mundo y de nuestra
forma de Ser. Y aplicarlo en las redes sociales, desde luego, pero sobre todo
en nuestras vidas personales, en nuestro día a día, en nuestras relaciones con
el resto de personas que conformamos la sociedad y el mundo que nos ha tocado
vivir y contribuimos a construir. Ese es nuestro mejor presente y será nuestro
mejor legado. Y si solamente fuera una cuestión de sabiduría y conocimiento,
que no lo es, una reflexión final: seremos más sabios no cuanto más sepamos si
no cuanto más estamos dispuestos a compartir con los demás.
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