El papa Francisco tiene prisa y
se le nota. En dos de sus más reciente intervenciones públicas, el discurso a
la curia del pasado Enero y la homilía dirigida a los nuevos cardenales (y
sobre todo a los que ya lo eran) la pasada semana, no ha dudado en utilizar ese
concepto del que tantas implicaciones se derivan en la actualidad política y
social española, casta. Y no lo ha hecho para resaltar la pureza, virtuosidad u
honestidad en la iglesia, si no para remarcar la carga más peyorativa de la
prosapia en que algunos han acabado convirtiéndola. Las cuentas en el HSBC de
las Religiosas de San José y la mudanza del cardenal Rouco Varela a un ático de
lujo valorado en más de un millón y medio de euros, son sólo los dos últimos
ejemplos de los modos y maneras de esa ralea tan dañina que se ha instaurado en
la iglesia española durante los últimos decenios.
Sin haberse cumplido aún dos años
de su elección, Francisco hace crujir cada vez con más estrépito los viejos
andamiajes sobre los que se apoyaban las estructuras envejecidas del Vaticano y
que conformaban a su vez los cimientos de algunas iglesias nacionales, entre
ellas la española. Esas estructuras de gobierno de la iglesia han escuchado
palabras de gran dureza que nunca antes habían imaginado escuchar de un
pontífice, aunque se siguen aferrando al dogma como salvaguarda de su autoridad
eclesial. Pero ese empeño de Francisco en soltar lastre de tantas adherencias
doctrinales y renovar nuestro yo interior desde la vuelta a lo más profundo del
Evangelio de Jesús, trae consigo nuevos aires que aunque algunos se empeñen en
solapar pergeñan una cierta melodía de cambio. De la comodidad de los palacios
a la intemperie del camino; del enrocamiento en la dinámica de no perder a los de
“dentro”, a la lógica integradora de identificarse con los que se sienten “perdidos”;
de la doctrina al evangelio; de la neutralidad, la asepsia y la indiferencia al
riesgo, el compromiso y la incondicionalidad gratuita.
El propio Francisco lo ha dicho
muy claramente: “En el Evangelio de los marginados se juega nuestra
credibilidad”. El catolicismo se está jugando volver a conectar con la
sociedad, porque la opción por los empobrecidos, y no otra, es la realidad que
hará creíble a la Iglesia en este tercer milenio.
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