El 14 de marzo de 2013 el
cónclave elegía al cardenal Bergoglio como Papa. Apenas mes y medio después, el
26 de mayo de 2013, se fechaba con la firma del arzobispo de Oviedo el decreto
de aprobación del plan pastoral diocesano 2013-2018. El plan llevaba gestándose
desde medio año antes en una comisión diocesana encargada de su elaboración,
dando forma a las conclusiones aprobadas del Sínodo de la diócesis comenzado en
el año 2006 por iniciativa del entonces arzobispo Osoro y finalizado en
diciembre de 2011, ya bajo el episcopado de monseñor Sanz Montes. Las fechas no
engañan. La diócesis asturiana estuvo sumida en la indefinición pastoral
prácticamente siete años, los que van de 2006 a 2013. Los contextos tampoco
engañan, aunque son interpretables en función de parámetros más o menos
interesados, y según ellos, la diócesis asturiana vivió inmersa en una cierta
zozobra al verse metida de hoz y coz en un sínodo diocesano por parte de un
arzobispo que meses después de su convocatoria logró el ansiado ascenso; vivió en una indefinición absoluta pendiente
de la articulación de las conclusiones del sínodo heredado por parte del nuevo
arzobispo, que tardó más tiempo del debido en decidir romper o asumir lo
anterior; y vive con una cierta desubicación la realidad de un plan pastoral que
intenta recoger lo sustancial y tolerable de las conclusiones del sínodo y la
impronta absolutista del actual arzobispo, y que nace prácticamente superado
por los nuevos aires que vienen de Roma y que rebasan claramente sus líneas
definitorias.
Es innegable que cada diócesis
acaba marcada por la formación, la sensibilidad eclesial o la trayectoria
biográfica de su pastor. Parece ya demasiado lejana la iglesia de Asturias
profundamente marcada por el largo mandato episcopal de Díaz Merchán. La
impronta del Concilio Vaticano II en la formación del clero asturiano, la
búsqueda de realidades sociales justas y la sensibilidad en el compromiso con
los más necesitados, son solo algunas de las características que identificaron
a nuestra Iglesia asturiana durante los últimos años del franquismo y los
primeros de la transición democrática. Están demasiado cercanos los siete años
en los que Osoro condicionó con su excesivo personalismo los modos y maneras de la Iglesia de
Asturias. La eclosión de los movimientos vinculados a realidades religiosas
carismáticas y de masas, el renacimiento de un espiritualismo más preocupado
por el más allá que ocupado en la construcción del reino de Dios aquí y ahora,
y una cierta tendencia jerárquica a enredarse en relaciones sociales de poder a
poder, no siempre aconsejables, han marcado estos últimos años de una iglesia
diocesana que empezó con el nuevo siglo a “peregrinar en Asturias” y perdió con ello las referencias geográficas,
culturales y antropológicas de pertenencia a una realidad concreta que, lejos
de constreñirla y aislarla, le permitían
ser universal desde lo particular. Vivimos el presente de una diócesis marcada
por las permanentes ausencias de su arzobispo y trasfigurada por un revolcón
permanente de cambios, que sólo encierran el desconocimiento más absoluto de su
clero diocesano o el arrinconamiento de aquellos que distinguen claramente
entre obediencia y servilismo. La realidad de un papa como Francisco,
trasgresor en las formas y voz de los que hasta ahora no tenían voz, ha cogido
con el pie cambiado a una buena parte de la cristiandad, sobremanera a la
iglesia española. No parece nuestro arzobispo verso suelto capaz de salirse del
guión pre-escrito hace años del que aún cuesta trabajo salirse, seguramente en
pago y agradecimiento a quien desde la atalaya de su ático madrileño aún
recuerda a sus protegidos a quién le
deben su posición.
¿HACIA DÓNDE CAMINA NUESTRA
IGLESIA DIOCESANA? En ese peregrinar en el espacio que oficialmente se repite
machaconamente, soslayando, algo más que de palabra, el sentido de pertenencia
a una realidad social y geográfica, tal parece que nuestra iglesia diocesana no
acaba de definir con claridad un rumbo del que el pueblo de Dios de esta
bendita tierra asturiana se sienta partícipe y corresponsable. Vista la atonía
en la que desde hace unos años se mueven muchas de nuestras comunidades
parroquiales, parece que el sensus
fidelium de los creyentes cristianos de Asturias está acomodado y le es
suficiente con tener olor a oveja y
dejarse guiar. Y es cierto que muchos pastores usan las ovejas para acrecentar
su poder e influencia, pero también lo es que hay ovejas que gustosamente se
sienten bien en su papel de rebaño dejándose guiar. Como pueblo de Dios, como
destinatarios últimos del mensaje que emana del evangelio de Jesús, y
precisamente por intentar ser fieles a ese mensaje, debemos aspirar a marcar el
camino antes que dejar que nos lo marquen, aspirando a una Iglesia en la dejen
de existir pastores y ovejas y en la que haya un pueblo de Dios que camina
pegado a la realidad social y trabajando para mejorarla.
La vida personal de cada uno
tiene una dimensión pública. Es una condición natural de la que no podemos
escapar y en la que cada uno elige el modelo social por el que apuesta,
valorando y decidiendo en función de unos principios que primero heredamos y
luego intentamos cultivar con nuevas experiencias. Y es esa apuesta la que nos
guía e impulsa hacia un mayor reconocimiento de la dignidad y derechos de
todos, o no.
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