APORTACIONES PARA UN DEBATE SOBRE MODELOS ECLESIALES
El anunciado traslado de las
Hijas de la Caridad y el consiguiente cierre del centro que tenían en la
parroquia de Piedras Blancas desde hace casi veintisiete años, ha causado pesar
entre sus más cercanas colaboradoras y generado distinto tipo de reacciones en
el conjunto de la feligresía de la parroquia. Quisiera aportar mi opinión, centrándola
en el contexto general de la realidad
eclesial actual de la que todos somos corresponsables y algunos, además,
causantes directos. Mantengo como premisa inicial de mi exposición que la
sucesión de cambios en los distintos ámbitos parroquiales, sacerdotes,
religiosos y/o religiosas, etc …, son la constatación más palpable del agotamiento
de un modelo eclesial que se exterioriza en la pérdida de referencia parroquial
entre los creyentes cristianos en los últimos años.
Parece que la razón principal que
se arguye para el traslado y cierre del centro vinculado a la parroquia de
Piedras Blancas es la escasez de vocaciones dentro de la orden y la necesidad de
ubicar a las hermanas en otros centros donde su labor sea más necesaria. Es un
hecho contrastable que la orden de religiosas más numerosa de la iglesia
católica, las Hijas de la Caridad, han perdido más del 50% de sus hermanas y
cerrado más de 1.000 casas en los últimos 40 años. Analizar las causas es algo
que a quién le competa ya habrá hecho y seguramente las medidas que ahora se
toman son resultado de las conclusiones a las que habrá llegado el mundo
vicenciano. Es un proceso que también
debe analizarse en el contexto de una realidad incuestionable como es la
pérdida de peso de la Iglesia en la sociedad española. En el habitual discurso
tantas veces repetido hay quienes lo achacan al invierno eclesial postconciliar, a la falta de compromiso al que el
relativismo empuja al conjunto de la sociedad, sobre todo a los jóvenes, o al
laicismo de un Estado empeñado en cambiar la cara de la católica España. Desconozco
si el análisis de la orden va también en esa dirección o en otra más inclusiva orientada
a su problemática interna. De todas formas, cómo haya sido ese análisis es algo
totalmente ajeno al tenor del planteamiento que intento trasmitir en estas
líneas.
Como señalé antes, el punto de
partida es que asistimos al agotamiento de un modelo eclesial, que precisamente
se habilitó para frenar un proceso de deterioro
cuando se atribuía al Concilio Vaticano II ser la causa del mismo. Durante
siglos nacieron en el seno de la iglesia católica múltiples órdenes religiosas
masculinas y femeninas para educar o socorrer a los pobres apoyadas en el carisma de su fundador. A lo
largo del siglo XX han surgido una serie de movimientos que han construido su
carisma orientándolo a conseguir unos fines determinados. Promocionando esos
nuevos movimientos se apostó por un modelo que garantizaba la asistencia y la
existencia de un tipo de macro encuentros de jóvenes, de familias, de
beatificaciones, etc …, concebidos en alianza con los sectores más
conservadores de la iglesia católica y que la jerarquía comenzó a utilizar para
medir y valorar los resultados de su actuación. Viéndose arrinconadas en cierta
medida por la eclosión de esos nuevos movimientos, algunas órdenes religiosas que
aglutinaban a jóvenes y adultos en distintas fórmulas de voluntariado o acción
religiosa, comenzaron a sufrir su propio invierno
que no todas desgraciadamente han sido capaces de superar. Ahondar en el
particularismo del carisma propio ha sido la respuesta más común para intentar incardinarse
en el paisaje eclesial que los nuevos movimientos han ido perfilando con la
aquiescencia de la jerarquía. Ese cierto punto de endogamia ha acabado por
fagocitar muchas de estas realidades, matándolas de éxito cuando al líder carismático
acabó dándosele más predicamento que al carisma del fundador o fundadora. Sin
embargo, ahí están esos otros ejemplos, Cocinas Económicas, Centros de Acogida,
Comedores Sociales, etc… en los que las distintas órdenes han sabido, han podido
o han querido poner su carisma al servicio de la experiencia humana más que al de
la fuerza de los rituales religiosos.
Al tiempo que se desarrollaba el
proceso con el que paulatinamente ha ido implantandose ese modelo, los templos
y su culto se han ido vaciando progresivamente; la población que se declara
como católica practicante es cada vez menos numerosa; escasean las vocaciones;
los sacramentos se han convertido en actos de presencia social en la
institución y el número de matrimonios, bautizos, comuniones, confirmaciones
disminuyen también. ¡Hasta el número de personas que marca la famosa X ha
descendido! Ese modelo que la fuerza de los hechos está poniendo en cuestión ha
traído consigo la pérdida de referencia parroquial entre los creyentes
cristianos en general. Particularmente, aquellas parroquias con presencia de esos
nuevos movimientos o, en su caso, de algunas órdenes religiosas acabaron por conferir
a todo lo parroquial exclusivamente lo particular de cada carisma.
En vísperas del Concilio Vaticano
II Karl Rahner decía de la Iglesia de Cristo: “La Iglesia como realidad histórica es necesariamente una realidad
territorial” y añadía “la parroquia
es la realización primaria de la Iglesia como acontecimiento”. Considero el
Cristianismo una oferta de vida válida para la transformación de la sociedad y
para compartir con los demás, y a la Iglesia una comunidad de creyentes
trasmisores de la Buena Noticia del Evangelio. Y considero la parroquia el
espacio idóneo para desarrollar esa tarea. Es el conjunto de creyentes,
clérigos y laicos, constituidos como comunidad humana integrada por multiplicidad
de factores sociales reales quienes la dotan de operatividad evangelizadora. En
esencia, la comunidad local en la que convivir, compartir, comprometerse
socialmente y celebrar la Fe como miembros activos de la misma.
Es ese modelo eclesial centrado en la parroquia el que ha sido
desatendido y del que se han desentendido quienes deberían haberlo sustentado
para mejorarlo y no intentar erradicarlo en aras de nuevos modelos eclesiales,
más orientados a la fuerza del ritual religioso que a la experiencia humana. Nuestras
comunidades locales han dejado de ser espacios de referencia en la vida social
perdiendo así su esencia evangélica. En la Evangelii
Gaudium Francisco nos proporciona un excelente análisis de lo que la
realidad parroquial debe ser y de lo que se debe mejorar:
La parroquia no es una estructura caduca;
precisamente porque tiene una gran plasticidad, puede tomar formas muy diversas
que requieren la docilidad y la creatividad misionera del Pastor y de la
comunidad. Aunque ciertamente no es la única institución evangelizadora, si es
capaz de reformarse y adaptarse continuamente (…) esto supone que realmente
esté en contacto con los hogares y con la vida del pueblo, y no se convierta en
una prolija estructura separada de la gente o en un grupo de selectos que se
miran a sí mismos (…). Pero tenemos que reconocer que el llamado a la revisión
y renovación de las parroquias todavía no ha dado suficientes frutos en orden a
que estén todavía más cerca de la gente, que sean ámbitos de viva comunión y
participación, y se orienten completamente a la misión. (28)
Sería osado
por mi parte interpretar las palabras del Papa, pero me atrevo a incidir sobre
una frase: “… y no se convierta en una
prolija estructura separada de la gente o en un grupo de selectos que se miran
a sí mismos”. Más de un obispo debiera sonrojarse leyendo este texto y
viendo cómo muchas realidades parroquiales han ido deteriorándose sin que ellos
hayan hecho nada por remediarlo, en
algunos casos más bien al contrario.
(Antes de continuar quiero hacer un inciso
para tranquilidad de los más puristas. Me referiré a Piedras Blancas como
parroquia, pero quede claro que la realidad jurídica y canónica dictamina que
la parroquia es San Martín de Laspra. De todas formas, sin ningún tipo de
animosidad, entiendo que así contextualizo mejor lo que aquí intento
trasmitir).
Desde el
reconocimiento a la ímproba labor de las Hijas de la Caridad en el mundo y
desde el máximo respeto a las personas y a la institución, creo que el análisis
anterior respecto a la deriva que han tenido las realidades parroquiales en los
últimos años puede aplicarse en Piedras Blancas. Y de ello todos somos
corresponsables, insisto todos, por acción o por omisión. Piedras Blancas era
por el año 1988 una realidad parroquial viva, aunque no carente de ciertas
incertidumbres ni de los habituales problemas que afectan a una comunidad
eclesial activa y dinámica. Era, desde luego, una comunidad parroquial marcada
por la impronta de un párroco que respondía a un modelo de Iglesia fruto de su
época y que en aquellos años ya presentaba una cierta ambivalencia, fruto de una
trayectoria eclesial marcada por los contrates de épocas muy diferentes y
cambiantes. Sin embargo, siempre había sabido unir a su dilata trayectoria en
la parroquia la necesaria colaboración de los seglares, aunque los considerase
en un nivel inferior de responsabilidad respecto al de cualquier religioso o
religiosa, para mantener la viveza necesaria en la comunidad. Creo que es complicado decidir qué parámetro
utilizar para medir el grado de dinamismo de una parroquia. ¿El número de
sacramentos que se celebran? ¿La asistencia a la misa dominical? ¿La cantidad
de niños, jóvenes y/o padres involucrados en la catequesis? ¿La capacidad para
atender las necesidades? Pese a esa complejidad asumo el riesgo y aporto a este
debate, si lo hubiere, de evaluación de la viveza de la parroquia la valoración
del cómo antes que del cuánto o del quién. La misión evangelizadora de una comunidad parroquial
cristiana se sitúa en tres dimensiones, catequética, litúrgica y caritativa. Intentemos
ser sinceros con nosotros mismos y analicemos desde la perspectiva del cómo las distintas actividades orientadas
al desarrollo de esas tres dimensiones que se han desplegado en Piedras Blancas
durante los últimos veinticinco años. Creo que de la reflexión sincera y
profunda surgirá la respuesta personal para valorar el grado de crecimiento que
como parroquia hemos tenido durante estos años. Mi respuesta intenta quedar plasmada
en estas líneas.
La Iglesia lleva tiempo
necesitando urgentes cambios estructurales que cuanto más se dilatan más
enquistan su realidad, porque se añaden situaciones problemáticas surgidas de
la velocidad con que la sociedad afronta y asume cambios y la lentitud con que
la Iglesia es capaz de interpretar los
signos de los tiempos. Se nos convoca a los creyentes cristianos a la
llamada Nueva Evangelización, nuevas
formas, nuevos métodos, nuevo ardor, como respuesta a los tiempos de transformación
institucional de la religión, pero las dudas surgen al visualizar cómo desde
ciertos vértices católicos se postulan personas y estructuras predeterminadas
para encamar, permítaseme la
expresión, convenientemente las respuestas. Particularmente la Iglesia de
Asturias lleva años sufriendo un terremoto de nombramientos y cambios
eclesiásticos que constatan, como vengo reseñando, el agotamiento de un modelo.
Durante los mandatos de los dos últimos sucesores de los apóstoles preconizados
a la sede episcopal asturiana no ha habido voluntad de afrontar planes de
renovación de la iglesia asturiana. Un sínodo paralizado en su fase más
decisiva por el traslado del anterior arzobispo, que el nuevo arzobispo acabó
embridando tras años de dudas dándole forma de plan pastoral diocesano, nacido pretendidamente
al socaire de los nuevos aires que soplan desde Roma pero que realmente va en la
dirección pastoral opuesta. Ese es el bagaje para afrontar una realidad de renovación
cada vez más urgente.
Los creyentes debemos asumir que
el cambio más profundo que tiene por delante la Iglesia está en los propios
creyentes. El primer paso para ese cambio debemos darlo nosotros mismos,
eliminando egos y dando pasos al frente para que las comunidades locales sigan
siendo, o vuelvan a ser, la sal imprescindible para construir una Iglesia en la
que todos sean protagonistas y en la que las diferentes vocaciones sean instrumentos de servicio a una comunidad que camina
y decide en común, porque muchos son los miembros pero constituyen un solo
cuerpo.
A lo largo de estos años he
tenido con las hermanas pertenecientes a las Hijas de la Caridad destinadas en
Piedras Blancas una relación en lo personal de mutuo respeto y en lo eclesial y
parroquial de profunda discrepancia, desde opciones muy diferenciadas de modelo
de Iglesia. No voy achacar a nadie más que a mí mismo y a mis propias
circunstancias vitales mi parte de responsabilidad en todo lo que, como ya
señalé más arriba, creo que nos avocó en Piedras Blancas al agotamiento de ese
modelo eclesial sobre el que hoy reflexiono aquí. Y éste es el punto desde el
que deseo partir en este momento, todos somos necesarios y el único
imprescindible es Jesús. La realidad actual no es la que era hace veintisiete
años, es evidente, y es una realidad que requiere elaborar respuestas creativas
sin refugiarse en formas del pasado. Estos son los tiempos que nos han tocado
vivir, cuyos signos el Evangelio nos impele a interpretar con una mirada
creyente de la realidad con discernimiento y libertad de conciencia. Y para
ello no es necesario ni vaciar tiestos, ni volverlos a sembrar con nuevas
semillas, más bien creo que es el momento de ser capaces de verter el vino nuevo en odres nuevos.
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