Conviene
remontarse cinco años atrás para comprender, en su auténtica dimensión, el
interés real que subyace como trasfondo en las palabras del arzobispo Sanz
Montes sobre los anunciados cambios en la LOMCE del gobierno presidido por
Pedro Sánchez.
En
el año 2013 el arzobispo de Oviedo fue el protagonista de un baculazo en toda regla frente a la
Federación de Religiosos de la Enseñanza (F.E.R.E.), que llegó a poner en
aprietos a algunos de sus compañeros de la Conferencia Episcopal Española (C.E.E.).
Escuelas Católicas, la marca de la poderosa F.E.R.E., organiza cada año unas
jornadas de reflexión por las que pasa la mayoría de las docentes y los
docentes de los centros adscritos a ella. En las jornadas de aquel año, cuya
celebración se preveía realizar en Oviedo, había ponentes que disgustaban a la jerarquía. Entre otras,
la monja sor Lucía Caram, la profesora de moral Carmen Barba, o el teólogo y
párroco en Granada Serafín Béjar. En medio de un intenso cruce de reproches a
través de internet y de las redes sociales, de las que el obispo Sanz Montes hace
uso habitualmente, Escuelas Católicas decide suspender la celebración de las
jornadas de ese año 2013.
El
conflicto habría que situarlo más allá de los conocidos desencuentros entre la
C.E.E. y la F.E.R.E., propietaria de más de 2.500 centros de enseñanza en España
en los que estudian casi 1 millón y medio de alumnas y alumnos y que da empleo a más
de 115.000 personas entre profesorado y personal administrativo. Era un
conflicto que iba más allá del enfrentamiento de un obispo con una jurada
aversión a las congregaciones religiosas dedicadas a la enseñanza. Aquella
prohibición de celebrar en su territorio eclesiástico las jornadas de Escuelas
Católicas era un golpe de mano más, quizá el definitivo, del cardenal Rouco y
sus incondicionales por el control de los principales resortes del catolicismo
español. Todo ello en un contexto en el
que se negociaba con el ministro Wert la mejor de las soluciones posibles para
la asignatura de Religión dentro de la L.O.M.C.E.
Cinco años después, el
obispo Sanz Montes, con el pie cambiado tras la elección del papa Francisco y
la renuncia de su mentor Rouco Varela, vuelve a erigirse en adalid de la causa.
No ha tardado ni 24 horas en regurgitar a través de Twitter (no he podido
leerlo directamente de su cuenta porque me tiene bloqueado desde hace más de
dos años) su veredicto a los anunciados cambios en la LOMCE por parte de la
ministra Isabel Celaá: retirada del nihil
obstat. Y es que el obispo Sanz Montes necesita el cuerpo a cuerpo como reclamo
y autocomplacencia. Le da igual que sea frente a un sacerdote diocesano al que
enfila, con la aquiescencia cobarde de sus más directos colaboradores, por vete
tú a saber qué desencuentros; que frente a una feligresía entregada a lo
parroquial que le reclama un poco de atención a sus demandas; que desnortando a
una diócesis con continuos y caprichosos cambios de su clero diocesano; que,
como es el caso, frente a un gobierno democrático, legítimo, muchos de cuyos
votantes se reconocen creyentes. Sanz Montes practica un modelo de Iglesia en el
que el único plan es que la jerarquía lo controle todo y además el mando se
visibilice con contundencia, quedando así constancia pública de que en
cualquier conflicto se impone la hoja de ruta episcopal. Más allá de que ese
modelo no se acomoda a la realidad de una sociedad democrática, es un arquetipo
que entra en conflicto con el Evangelio. Y lo afirmo con rotundidad desde mi
condición de creyente cristiano, porque es hora de alzar la voz para conservar
la dignidad que no demuestra tener el pastor
que, por sus miedos, prefiere encerrar a sus ovejas en el corral en lugar de dejarlas libres y seguir cuidando
de ellas.
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